viernes, 30 de abril de 2010

LA AFGANA (II de III)


Tuve que pasar dos inacabables días más en el campamento del Señor de la Guerra. Durante ese tiempo, Dhara no salió de mi tienda. Procuré que se alimentara bien, que descansara y que recuperase fuerzas antes de marcharnos. Los muyahidines se figuraban que utilizaba a Dhara como esclava de mis caprichos y tenía que soportar a menudo  sus muecas groseras. 

La noche antes de salir no cesaba de dar vueltas al presentimiento de que Zandrak tuviera planeado tendernos una trampa. Se suponía que, siguiendo los protocolos acordados con los representantes del ISAF, los hombres de Zandrak nos darían cobertura hasta alcanzar la parte más segura de la ruta Lithium. Pero cualquier accidente era posible. 

La ruta Lithium  comunicaba Qala-e-Now, centro de las tropas españolas del ISAF y Bala Murghab, controlado por los talibanes. Aunque las fuerzas aliadas se esforzaban en dar seguridad a la circulación, con demasiada frecuencia los vehículos y los convoy sufrían el hostigamiento de incursiones talibanes. Para Zandrak no resultaría en absoluto problemático acabar con nuestras vidas y fingir que el suceso era causado por un ataque de la insurgencia.

Mi idea era salir al amanecer: la carretera era demasiado tortuosa y accidentada como para emprender camino sin la luz del día. Me puse a revisar el vehículo, cuando, desbordado por la impaciencia, decidí dirigirme a la tienda del Señor de la Guerra.

-    Considéralo un presente con mis mejores votos para tu prosperidad y éxito en el combate –le dije a Zandrak mientras le ofrecía mi reloj, un magnífico Omega Seamaster Quartz –. Sabía que te iba a agradar tener un reloj como este. Es auténtico, suizo, no una de esas imitaciones de diez dólares que abundan por aquí más que las moscas. Además, esto no es más que un pequeño gesto para agradecer que me entregases a Dhara. Mi dicha sería ya completa si dieses tu bendición para nuestra marcha.


Sandrak me recorrió con una mirada sesgada, apuró de un trago una taza de té oscuro y se golpeó en el muslo con la palma de la mano.
-    Eres listo, español. Nuestras costumbres me obligan a corresponderte. Márchate con esa criatura del diablo si es tu deseo. Tienes mi palabra de que nadie impedirá tu partida y de que te daré protección hasta la zona transitada de la ruta Lithium.
-    Gracias, Zandrak.
-    Podrías haberme regalado esa daga, es más común en este país –observó el Señor de la Guerra señalando un chaku, un cuchillo de guerra afgano, que pendía de un lado de mi cinturón.
-    Por eso, porque es más común en Afganistán. Sin embargo, el reloj es un regalo más especial. Por otra parte, la daga es a su vez un regalo muy personal que recibí de un hombre religioso, sería ofender su recuerdo el que yo te la ofreciese ahora.
-    Tienes mucha…, eres muy talkative, muy locuaz, español. Pero yo de ti, vigilaría bien dónde dejo esa daga; no me fiaría de que la chica intentase rebanarme el cuello durante el viaje.
 

Aquel pensamiento debió parecerle muy gracioso y soltó una estrepitosa carcajada.
-    Gracias por el consejo. Tendré cuidado.
-    Y otra cosa.
-    Tú dirás.
-    Comunica a tus jefes que la próxima vez manden a otro oficial. No quiero volver a verte por aquí… o ya no saldrás con vida. 


En el rostro de Zandrak había desaparecido cualquier expresión divertida. Hablaba por completo en serio.



A las tres de la mañana de un sábado cuatro años después, El Kraken estaba lleno hasta el palo de la bandera. El DJ había dejado por fin de castigar mis tímpanos con música trance, al más puro estilo de Ibiza, para meter un tema house de Booka Shade muy bailable y pegadizo que se llamaba Bad Love.
-     Chicas, me voy –dije alzando la voz cuanto pude para que me escucharan Chusa y Elena. Eran dos amigas de toda la vida, las dos ya divorciadas e intentando revivir tiempos pasados; un ciclo que hoy día era muy corriente de encontrar.
-    ¿Dónde vas tan temprano, brother? –me espetó Chusa. Llevaba un vestido corto con unas medias de malla negras y parecía empeñada en volver a los veinte años.
-    ¿Dónde voy a ir?  A dormir.
-    ¿Solo?
-    Es como mejor se duerme, ¿no? Además como tú no me haces ni caso… –piropeé, sabiendo que a Chusa le gustaba que le dijese ese tipo de tonterías.
-    Oye, JM, un día de estos te voy a soltar que me lleves a tu casa para echar un polvo y te vas a quedar más cortado que un solomillo.
-    Menos lobos, Caperucita, que ya nos conocemos.
-    Era una broma.
-    Vale. Me voy.
-    No era una broma, JM.
-    Para ya, Chusa, que me estás mareando.
-    Oye, en serio, la peña se marcha ahora a “La Rueca”; ¿por qué no te vienes?, joder. No te encierres como un cuervo en tu casa.
-    Como un cuervo… Anda que me estás vistiendo de limpio esta noche. En La Rueca no paran de poner salsa, Chusa, y ya sabes que yo no bailo salsa.
-    Pues con Rachel bien que bailabas. Huy, perdona.
-    No pasa nada. Me voy. Venga, un beso. Nos vemos. 


En cuanto abrí la cerradura y entré en el interior de mi piso, supe que no estaba sólo. No me preguntéis cómo, lo sabía y punto. Aquel piso era un universo ordenado: los libros en su sitio, la oscuridad en su sitio, los fantasmas en su sitio. Pero quien había roto esa armonía no era un espectro, era un ser humano y un potencial atacante. Eso me soplaba mi instinto.
Me lancé de un salto hacia la estantería y con un sola acción saqué un grueso libro –The Works of Shakespeare–, lo abrí y extraje de su interior hueco un revólver corto, un Smith and Wesson de calibre 38.
Algo detrás de mí se desplazó con rapidez hacia el centro del salón, como la sombra de un pájaro en vuelo.

-    Hola, español. Ten cuidado con eso.


“Español”.  Zardak , el Señor de la Guerra, y sus hombres se dirigían a mí de ese modo.

Y también Dhara me había llamado así.

-    ¿Dhara? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has entrado?
-    Deberías cambiar de cerradura. Esa que tienes no vale nada. Lo siento, no dispongo de mucho tiempo y tenía que verte; así que decidí hacerte esta visita. Supongo que no te habrás molestado porque no te esperase en el pasillo.


En un instante, regresé al pasado, cuatro años atrás, a las cercanías de Qala-e-Now, en el campamento de los muyahidines. Dhara estaba muy cambiada. Era toda una mujer, fuerte, hermosa, de mirada segura.


-    Estás muy cambiada Dhara.

martes, 27 de abril de 2010

LA AFGANA (I de III)


-    ¡Fóllatela!
 

A veces sueño con el desierto. Y con huesos que se mecen en la arena como blancas constelaciones de despojos.
En las pesadillas, una voz viene de dentro. Una voz áspera, ciega, que no conoce tonos de compasión, que siega vidas.
 

-    He dicho que te la folles. Aquí. Delante de todos.

Zandrak era un Lord of War, un Señor de la Guerra de Afganistán. Había combatido primero contra los rusos y ahora contra los talibanes. En teoría, un aliado del ISAF, es decir, de las fuerzas de la OTAN desplegadas allí. En la realidad, un ser inmundo, un hijo de puta sanguinario al que lo único que le importaba era mantener sus cultivos de opio.
Después de la muerte de Rachel había abandonado el desierto para ir a España, pero al cabo del tiempo sentí que mi vida estaba completamente vacía y decidí regresar de nuevo a Afganistán. A vestir un uniforme del ejército español y a colaborar con la misión humanitaria. Era un buen sitio para no pensar demasiado en la transcendencia o intranscendencia de estar vivo. Respirar, comer, andar, dormir…Y un día más, despertándose con el polvo rojo del desierto incrustado hasta en las más pequeñas arrugas de la cara.


Ahora estaba en el campamento de Zandrak, donde había sido enviado como enlace de OTAN y para procurar el reparto de medicamentos y otras provisiones. El Señor de la Guerra estaba contento con los suministros. Y para celebrarlo, pretendía que violara en público a Dhara. No se podía llamar de otro modo al resultado de coaccionarme para tener sexo con una jovencita.
Había tenido ocasión de observar a la chica cuando la trajeron al campamento y la bajaron a empellones de un camión. Antes de que la cubrieran con un burka, hubiera apostado  por su aspecto  que no pasaba más allá de los dieciséis.
Ese tipo de espectáculos formaban parte del particular sentido de humor del Señor de la Guerra.
Diversión, sadismo y venganza. Para esa gente, las mujeres no valían para nada que no fuera servir y complacer a sus amos.
Aquella chica, capturada en una aldea cerca de la frontera con Irán, añadía un particular motivo de desprecio: era una guerín, una mestiza, infame mezcla de una afgana y un occidental. Los rasgos de la joven delataban sus orígenes: facciones suaves en el rostro, pelo castaño, casi rubio,  y ojos claros como las aguas de un mar tropical.

-    ¿A qué estás esperando? ¿Es que vas a despreciar mi regalo? –insistió colérico Zandrak, el Señor de la Guerra.
-    Es sólo una niña –argumenté.
-    ¿Una niña? En mi pueblo a su edad ya son madres de dos o tres hijos.
-    Pues en mi pueblo, lo que tú pretendes es una barbaridad. Además, aunque fuera mayor, tampoco se puede hacer. Es un crimen, algo repulsivo. ¿No comprendes que es forzar la voluntad y la dignidad de una persona?
-    Lo que entiendo –dijo con manifiesto disgusto–  es que tú estás aquí para procurar que las relaciones entre el ISAF y yo se mantengan por un camino de amistosa colaboración.  Bueno para la OTAN y bueno para mí.
-    ¿Pero has perdido la cabeza, Zandrak? ¿Cómo se te ocurre proponerme algo semejante?
-    Escucha, español, esa chica es estiércol de camello. Fruto de una relación abominable para nosotros. Y debe recibir el castigo más apropiado. La bastarda debe ser poseída por un occidental como su madre. Pero si no estás dispuesto a cooperar…
-    ¿Qué?
-    No te pongas chulo, español. A ti no voy a tocarte. No sería bueno para los negocios provocar a las fuerzas de la OTAN. Pero de ella se encargarían mis hombres –amenazó, abriendo un amplio círculo con su brazo–. Y cuando se hubieran hartado de ella, se le aplicaría el castigo que manda nuestra tradición: será metida en un agujero, con la cabeza fuera, y  apedreada hasta la muerte.

Lapidación.
Sentí que me abandonaban todas mis fuerzas. La pistola semiautomática de 9 mm que colgaba de mi cinturón se podía considerar un juguete inútil frente a aquella partida de hombres armados con fusiles de asalto Kalashnikov.
De un momento a otro empezaría a soplar de nuevo el Gasmir, el viento de los ciento veinte días, y los gritos de la muchacha quedarían enmudecidos entre los rugidos de aquellos bárbaros y el aliento de los demonios del desierto.

-    Está bien Zandrak. Sea como tú dispongas. Pero con dos condiciones.
-    Habla.
-    En primer lugar: no me acostaré con la muchacha delante de ti y de tu tropa. Lo haré dentro de mi tienda.
-    Hay tan pocas diversiones aquí, tan pocos, cómo decir, shows. Y tú nos quieres privar de uno. Nunca comprenderé por qué sois tan reservados los occidentales. Demasiado delicados. Así no ganareis la guerra.
-    Bueno, qué decides.
-    De acuerdo –accedió a regañadientes–. Pero ni se te pase por la imaginación que vas engañarme. Enviaré a una vieja para que compruebe que has cumplido con tu cometido. Y si no está claro por completo…–hizo un ademán con la mano de rebanar la garganta–. ¿Qué más quieres?
-    Regálame a la chica. Cuando me marche dentro de tres días, que se venga conmigo.
-    Vaya. Primero tantos remilgos para poseerla y ahora te encaprichas de ella. ¿Lo haces para llevarme la contraria? No, mejor no contestes, español. En fin, qué más da. Es basura, puedes quedártela.

Condujeron a Dhara a mi tienda y, sin miramientos, la tiraron al suelo. Le arrancaron el burka negro, raido y manchado de polvo, dejándola desnuda. La chica tenía un cuerpo delgado y largo y su mirada revelaba más odio y repugnancia que terror. Al menos, no presentaba signos de haber sufrido violencia física hasta el momento.
-    Toma, soldado. Esa es tuya toda–dijo uno de los guardianes en un pésimo inglés, al tiempo que hacía gestos obscenos con las manos.
-    Fuera. Largo –vociferé en farsi.
De inmediato, tomé una manta de mi equipo y cubrí con ella a la muchacha.
-    Escucha –dije despacio–, voy a hablarte en inglés. Sé que entiendes muchas palabras. No tengas miedo. Tenemos que marcharnos de aquí. Vamos a marcharnos de aquí. Los dos. Vivos. Pero, antes. Pero, antes…
“Dios Mío, ¿cómo voy a lograr explicárselo a la chica?”
Dhara fijó sus ojos en los míos. En la profundidad de aquella mirada brotaba el resplandor de una férrea determinación por vivir. 

Dejó caer la manta hasta la cintura y se abrazó a mí. Su rostro estaba ahora pegado a mi cuello y sentía la humedad de sus lágrimas contra mi piel.
-    ¿Sabes lo que tenemos que hacer, Dhara? ¿Lo sabes? Si no lo hacemos, te matarán.
La muchacha asintió con la cabeza y se tumbó de espaldas arrastrándome hacia ella.
Una náusea circuló por mis entrañas hasta detenerse en la boca con un regusto agrio.
Con toda la ternura de la que era posible, aparté algunos mechones apelmazados y cubiertos con barro de su rostro.
Y traté de pensar en Rachel. En el tiempo que habíamos compartido juntos como un sueño. En las noches en que nos habíamos amado.
“Rachel”
-    Dhara.
“Te quiero tanto, Rachel”
-    Perdóname, Dhara. Perdóname, cariño.

viernes, 23 de abril de 2010

PALABRAS SIN ALMA


Se hace de noche, siempre de noche,
en el cautiverio de este vacío sin voz, sin lados que tocar.
Las  huellas de sus dedos ligeros asoman en mi pecho
como oscuras nubes de sueños derretidos.
Y yo sólo puedo recordarla con palabras sin alma.

La piel sin dimensiones
de aquellos fuegos invisibles
me persuade de que ella -nadie más que ella-,
ha reparado el espacio antiguo e inmóvil,
el centro que recorren tensas
las figuras constructoras del espíritu.

La luz que vuela entre las manos,
la luz que desnudaba una pasión,
pide permiso para ser sombra
de bóvedas que estallan,
para ser presagio inexpresado
de otros cuerpos de nadie.

Los besos aun trabajan contra el tiempo
mientras cae la tarde, mientras cae
la vida. Solo las olas turbias
me reconcilian con la voz inaccesible,
con las máscaras precarias que aún perduran
como enigmas de trapo deshaciéndose
en los ojos viento.

martes, 20 de abril de 2010

ESPEJOS EN LA NOCHE (III DE III)


Durante varios minutos un silencio gélido se apoderó del despacho. Rosa no apartaba la mirada de la pantalla del ordenador, excepto para echar una ojeada a mi expediente y tomar alguna nota a mano. Sin darse una pausa, me dio la impresión de que abría otro documento y se puso a escribir en el teclado mientras consultaba sus notas. Por fin, presionó una tecla y la impresora expulsó un papel. Lo examinó por encima, lo firmó y lo metió en un sobre.
-    Tu expediente está ya resuelto. Y aquí tienes un papel para ti. –dijo entregándome el sobre.
-    Gracias, pero, ¿puedo saber cuál ha sido tú decisión?


Rosa se repantingó en el sillón, estiró los brazos y despejó su frente de varios rizos de cabello oscuro.
Estaba seguro de que me iba a crucificar con la mayor sanción económica que la ley le permitiera imponerme. Estaba saboreando la venganza, fría y en bandeja de plata. Pero a pesar de todo, me seguía sintiendo atraído por ella. Su mirada noble, inteligente y tierna. Sus labios como fresas maduras y húmedas. Y ese aire de involuntaria sensualidad. ..
No podía afirmar que Rosa era semejante en su aspecto físico a Raquel. Ni siquiera sus caracteres eran superponibles: Raquel me había parecido en ocasiones un libro que encerraba pasajes enigmáticos y oscuros. Por desgracia, no hubo tiempo para que llegara a recorrer esas páginas.
Sin embargo, la forma en que Rosa me miraba, su tacto, determinadas sensaciones que me resultaban imposibles de concretar, me recordaban mucho a Raquel.
Esa era la razón de que no hubiera cogido el teléfono para llamarla.
Tenía miedo.
Miedo de llegar creer que estaba enamorado de Rosa cuando, en realidad,  podría llegar a encarnar en ella el espejismo de una mujer muerta.

-    Está bien –arrancó Rosa, formal–. Te lo voy a explicar: figuran cantidades incorrectamente asignadas a la casilla 002 en lugar de la 008, con lo que se incrementa una deducción ficticia. De forma similar la casilla 014 y la 004. Todo ello, conforme al artículo 18, en varios apartados, de la Ley de Impuesto. Puede entenderse un error en la aplicación o, por el contrario, dolo en la asignación.
-    No entiendo nada Rosi, digo, doña Rosa, pero no me está sonando nada bien lo que dices.
-    Calla. Además, tu DNI está caducado.
-    Pero eso no tiene nada que ver con…
-    Calla. Y además tienes unos gustos musicales muy raros.
-    ¿Raro el house y el minimal?
-    Y hablas en sueños.
-    Ah, estás de broma. Qué susto me habías dado.
-    ¿Tú crees que estoy de broma? Para resumir, lo que decido es…
-    Espera, espera. Déjame que sea yo quien te diga ahora una cosa: no soy un canalla; tú querías estar conmigo lo mismo que yo contigo. Y no me puedes poner una cadena por eso o recriminarme que no te mandase un ramo de flores. No es nada romántico lo sé. Pero la vida es dura. Mi vida es dura. De hecho no sé bien qué provecho tiene seguir viviendo. Y, como tú decías, para resumir: me importa un bledo que me multes. Hazlo, aunque sea injusto, si así te sientes mejor. Pero añadiré una cosa más, y termino: la noche en que estuvimos juntos, no sólo te sentí de un modo especial, me sentí enamorado de ti.
-    ¿Y por qué no me contaste eso? ¿Es que temías que yo te rechazase o que me burlara?
-    No. No es eso. Me enamoré de ti porque me trajiste sensaciones que me recordaban a otra mujer. Y no quiero vivirlo de esa manera. No todavía.
-    ¿Es aquella mujer que te dejó?
-    Sí.
-    JM, ella se marchó, se fue, y yo estoy aquí.
-    No. No se ha ido. No se ha ido del todo.
-    Creo que comprendo lo que quieres expresar. Las heridas de amor necesitan tiempo para cicatrizar. Tómatelo. Y si llega un momento en que descubras lo solitario que te has vuelto, ven a buscarme. Pero no tardes demasiado, porque quizás ya no me encuentres.
-    Eres maravillosa, Rosi. Como mujer, como persona.
-    No me hagas la pelota. Sigo pensando que tenías que haberme hablado así aquella noche. Nos hubiéramos ahorrado los días de incertidumbre que yo he sufrido y el mal rato que te he hecho pasar ahora yo a ti.
-    No te preocupes por mí. He pasado por cosas peores. Y en cuanto a la multa, qué le vamos a hacer.
-    Abre el sobre.


Obedecí, rasgando el sobre con el membrete oficial de Hacienda.
-    Vete a la última línea. Justo encima de mi firma –indicó Rosa.
-    Veamos, aquí pone... ¿Qué significa esto?
-    Lee en voz alta.
-    "No sabes cómo te deseo,
  no sabes cómo te he soñado"
-    Es de la canción de Maná que cantaba aquel grupo, Los Escopetas, la noche en que nos conocimos  –dijo Rosa–. La comunicación con la resolución del expediente te la enviaré a tu domicilio fiscal. Esto es sólo un recuerdo; algo personal que quería que te llevaras. Piensa en ello como un juego, como el final de este juego, si lo prefieres de esa manera.
-    No. No quiero pensar en esas palabras como en parte de un juego. Rosi, acércate, por favor, quiero decirte algo al oído.
-    Aquí no nos escucha nadie. Estamos solos.
-    Quizás.
-    ¿Cómo que quizás? ¿Tú ves a alguien más en la habitación?


Estuve tentado de responder con franqueza a su pregunta, pero no lo hice.
-    Anda, hazme el favor.


Rosa se levantó en silencio y se aproximó hasta mi asiento. Me puse de pie y pegué mis labios a un lado de su rostro. En la piel de su cuello flotaba el olor de un perfume de Loewe que aspiré con nerviosismo.
Con un leve temblor, conseguí susurrar algunas palabras en su oído.
-    ¿Esta noche? –me preguntó Rosa en voz alta.
-    Sí. Hoy es jueves, como la otra vez –repuse yo también en voz alta.
-    Puede que mañana te arrepientas.
-    O puede que no.


La notificación de la Delegación de Hacienda sobre mi expediente tardó una semana en llegar por correo certificado. Se me comunicaba que, una vez revisada la declaración, quedaban subsanados los errores y no daba lugar a sanción alguna.
El rancio papel oficial, con la firma de Rosa a pie de página, aún desprendía un tenue aroma a su perfume.

sábado, 17 de abril de 2010

ESPEJOS EN LA NOCHE (II de III)


A esa clase de mujer tenía que convencerla antes con mis gestos y mis palabras. Utilizar la sutileza.
Hasta que su instinto me admitiese.
O no.
Me separé de nuevo, pero la mantuve cogida de una mano.
Continuamos moviéndonos despacio con las canciones, inmersos en una danza que yo sentía como un ritual de magia y erotismo. La banda de música arrancó con unos acordes inarmónicos para imponerse al alboroto del local. De inmediato, sonaron unas notas imitando la canción “Oye mi amor”, del conjunto mexicano Maná: 

 "No sabes cómo te deseo,
   no sabes cómo te he soñado"

La mirada de Rosa cambió. Las luces de la sala dejaron de reflejarse en sus pupilas y en su lugar brotaron  pequeñas llamas ardiendo en el horizonte  de sus ojos verdosos.

“Ya está –me dije–. Ya ha decidido.”
-    Rosa, es tarde. Yo mañana trabajo –chilló la amiga, interponiéndose entre los dos.
-    Yo también trabajo. Vamos.
-    ¿No te puedes quedar un ratito más? –intervine.
-    Claro que puede –se adelantó a decir la amiga–. Eso de que trabaja es un cuento. Es una famosa atracadora de bancos. Acaba de salir de la cárcel. Por eso está medio loca –añadió llevándose un dedo a la cabeza–. O sea, tío, que se puede quedar contigo.
-    Aurora, no seas payasa; ¿qué van a pensar de mí? Y me voy contigo. Hemos venido juntas y nos vamos juntas –protestó Rosa.
-    Que no, cariño. Que no me pasa nada. Quédate. Lo estás pasando bien. Y para un día que sales.


Al final, fue a resultar que no me caía tan mal la amiga de Rosa como había creído en un principio.
Rosa y yo nos quedamos en El Kraken hasta que cerraron. Nuestra conversación se dirigió sobre todo a comentar  las cosas que más nos gustaban y las que no nos gustaban. Hablamos de música, de viajes; sin dejar de darnos señas –sin palabras– de que deseábamos estar juntos. 

Muy juntos.

Terminamos en su apartamento entrada la madrugada.
El amanecer nos sorprendió aún abrazados. Mi piel estaba impregnada de su olor, de su perfume.
Sus labios me habían traído no solo placer sino sobre todo paz, como si hubiera hallado el sitio más puro donde se apaciguaba cualquier destello de recuerdos dolorosos.
-    Tengo que marcharme, Rosi –dije acariciando su mejilla, mientras entraba ya la luz del sol.
-    Sí, lo comprendo. Yo tengo que irme a trabajar también dentro de nada.
-    ¿En qué trabajas?
-    Oh, no te gustaría saberlo, es un trabajo muy aburrido.
-    ¿En una oficina?
-    Sí. Oye, JM.
-    ¿Qué?
-    Quiero que sepas. A lo mejor no te importa, pero quiero que sepas que…
-    ¿Qué quieres que sepa, cielo?
-    Que, en fin, yo no salgo mucho por la noche y menos meto a un tío en mi casa de buenas a primeras. Tú ya me entiendes.
-    Tranquila, te entiendo.
-    Y, vaya, será que estoy un poco loca, como dice Aurora, pero sabía que iba a sentir algo especial. Y… Y…
-    Shsss –susurré colocando con ternura el dedo en sus labios–.Yo también he sentido algo muy especial.
-    Ya está dicho. Ahora, puedes ducharte si quieres antes de marcharte.
-    Me temo que voy a irme ya. Me ducharé en mi casa. Tengo que pasar a recoger unos papeles y a cambiarme antes de ir al trabajo.
-    Claro, claro, no te entretengas.
-    Nos vemos –me despedí, con un rápido beso en los labios.
-    Sí. Nos vemos –repuso ella en un tono que intentaba ocultar tristeza.
-    Escucha, Rosi –dije de repente–. Vamos a hacer una cosa.
-    ¿Qué? ¿Qué has pensado? –preguntó con un resplandor inundando sus ojos.
-    Me das tu número de teléfono y te llamo más tarde o como mucho mañana.
-    Ah, vale. Está bien. Es el 6…

El despacho de Rosa era formal pero con varios toques personales. Una foto con una mujer mayor; su madre, con toda probabilidad. Una góndola en cristal de Murano…  Un portalápices plateado, un tarjetero con un buen fajo de tarjetas y… un posavasos de El Kraken.
-    Con sinceridad –acerté a decir–, pensé que no debíamos volver a vernos. Seguir quedando no nos hubiera traído más que disgustos.
-    Pero ni siquiera me diste la oportunidad de considerarlo, de preguntarme. Los problemas pueden hablarse e intentar solucionarlos -objetó Rosa.
-    No es tu culpa. El problema es mío.
-    ¿Y qué? ¿Te parece una disculpa? Es una canción muy oída ya: “no es por ti, es por mí” –dijo en tono burlón–. ¿Sabes lo que hice cuando vi que no me llamabas?
-    No sé…
-    Me fui un jueves como una idiota a El Kraken. Trataba de convencerme a mi misma de que quizás habías perdido el teléfono por cualquier razón y que tampoco recordabas la dirección de mi casa. Me dije, como una colegiala enamorada, que tal vez habías dejado algún mensaje en el bar; se notaba que conocías a los camareros. Así que me acerqué a la barra y me encontré con la camarera que nos había atendido a mi amiga y a mí la otra vez. Una chica con el pelo rizado y teñido de rubio, con la nariz un poco curvada y un generoso escote. Dijo que te conocía desde hacía un par de años.
-    Es Victoria. Buena chica.
-    Sí, simpatiquísima y muy agradable. Lástima que con el ruido de la música y los clientes que tenía que atender no pudimos hablar mucho, pero fue suficiente para enterarme de lo que quería.
-    ¿A qué te refieres?
-    De entrada, a que no me habías dejado ningún mensaje.  Y luego, averigüé la razón de tu comportamiento.
-    ¿Qué te contó Victoria? –inquirí con tensión, al tiempo que, haciendo caso omiso a la deliberada falta de cortesía de Rosa, me senté de golpe en una silla.
-    Me dijo que antes eras un tipo normal, cariñoso, con buen fondo. Pero que después, es decir, ahora, estás muchas veces como ausente y amargado.
-    ¿Después de qué? ¿Te dijo algo?
-    Dímelo tú.
-    ¿Qué te dijo Victoria? –reiteré.
-    No juguemos al gato y al ratón. Ya te he contado que había mucho ruido y que Victoria iba de un lado para otro. Pero entendí que te habías vuelto otra persona cuando una tal Raquel te dejó. Eso fue lo que me dijo: cuando Raquel se fue o se marchó. ¿Es verdad?
-    Es verdad –asentí.
 Por supuesto que era verdad. Lo que Rosa no había entendido –o la camarera no había querido especificar– es que Raquel no sólo se había ido de mi lado, se había marchado de todos los lados. Y yo me sentía responsable de ello.
-    Mira, JM –prosiguió Rosa–. Cada uno es libre de elegir su vida y sus compañías. Los dos somos mayores y yo no me arrepiento de haberme acostado contigo; nadie me obligó a hacerlo. Es más, puedo incluso comprender que te sientas amargado porque te dejó plantado una novia, o lo que fuera, y te dediques a buscar planes para desahogarte. Allá cada cual. Pero no tenías necesidad ninguna de hacerme un daño gratuito al decirme que sentías algo especial por mí y que ibas a llamarme. Y luego, desaparecer sin un adiós. Pero qué te crees, ¿que soy una fulana?
-    Por favor, Rosi, no digas esas cosas.
-    Tú sí que eres un cabrón –dijo con lágrimas en los ojos–. Nunca me habían hecho algo así.
-    Cálmate. Estás muy alterada.
Rosa extrajo un paquete de kleenex de un cajón, secó sus lágrimas y se sonó la nariz.
-    Ya estoy serena –dijo con seriedad–.Ahora vamos a repasar tu expediente. 

jueves, 15 de abril de 2010

ESPEJOS EN LA NOCHE (I de III)

-    Número 19, pase a ventanilla 3.
No había tenido que esperar demasiado en las ventanillas de reclamación de la Oficina de la Delegación de Hacienda. Los malos tragos, cuanto antes mejor.
-    Buenos días, señorita. Vengo a ver cómo está mi expediente. Este es el resguardo con la referencia.
La mencionada señorita, era una mujer de unos cuarenta y cinco años, con pelo rubio y corto y facciones agradables. Había coincidido con ella en mis dos anteriores gestiones, y cuando extrajo una carpeta del  archivador sus ojos brillaron con una señal de reconocimiento.
-    Sí, ya parece que con los documentos que aportó en su anterior visita están  justificadas las irregularidades.
-    ¿Entonces es todo? ¿Queda arreglado el asunto?
-    No. Mire, formalmente usted aporta datos que indican que cometió un error en la cumplimentación de los distintos apartados, pero que no hubo ocultaciones en la declaración. De todas formas, la interpretación final y la posible sanción si la hubiera depende del inspector.
“Me he caído con todo el equipo –pensé para mis adentros– La verdad es que no he tenido intención de defraudar, sólo me equivocado en la forma. Pero con la mala suerte que tengo yo con estas cosas…”.
La administrativa de la ventanilla número 3 captó las sombras de preocupación que se pasearon por mi semblante.
-    No se apure. En principio, todo está aclarado. Ahora mismo puede usted ver al inspector, en este caso inspectora, Doña Rosa, y queda solucionado el expediente. Siéntese, voy a llamar por teléfono y le hago una seña cuando pueda pasar. Es la segunda puerta a la derecha por ese pasillo.
-    Gracias, señorita.
-    Y no se preocupe. Doña Rosa es muy buena persona.
-    Gracias, otra vez. Es usted muy amable.
-    De nada.
No había llegado ni siquiera a sentarme, cuando me percaté de que la señorita de la ventanilla número 3 me indicaba con la mano que podía ir al despacho de la inspectora.


Toc, toc, toc.
-    ¿Se puede?
-    Adelante.
-    Buenos días.
Una mujer se hallaba de espaldas a la entrada. En apariencia, escudriñando algo que sucedía en la calle a través de la ventana. Vestía un traje de chaqueta gris perla con pantalones estrechos. Contemplé su melena oscura que caía un poco por debajo de los hombros. Era esbelta y se diría que estaba en buena forma física.
-    Buenos días –repetí–. Me han indicado de la ventanilla que pase a este despacho a formalizar un expediente.
-    Eso será si se puede, JM; es decir, si está correcto –dijo la inspectora de Hacienda, dándose la vuelta y encarándome.
-    ¡Joder! ¡Rosi!
-    ¡Eh! Aquí nada de palabrotas. Y para ti soy Doña Rosa –añadió sentándose detrás de la mesa del despacho.
-    Claro, Rosi. Perdón, digo, Doña Rosa, Doña Rosa. Es que así, de pronto. ¿Puedo sentarme?
-    No.
-    ¿Cómo has adivinado que era yo antes de mirarme a la cara? Que yo era, JM. No conocías mis apellidos.
-    Al pasarme tu expediente, venía una fotocopia del DNI. Me ha bastado ver la fotografía de la fotocopia para reconocerte. Ya te dije que era muy observadora.
-    Sí, ya recuerdo.
-    ¿Y recuerdas también que después de acostarte conmigo me dijiste que me llamarías muy pronto? Aunque quizás sea un poco impaciente. Total, sólo ha pasado un mes. Y recuerda también que yo no te comenté nada, que no te exigí nada. Fuiste tú quien me pidió el número de teléfono y me prometiste con voz melosa que me llamarías. Quisiste quedar bien y lo que hiciste fue quedar como un cerdo –concluyó Rosa, contundente, mientras las paredes de la habitación empezaban a dar vueltas a mi alrededor.


Aquella noche de jueves en El Kraken no faltaba público. Mucha gente de cualquier edad se pasaba a tomar una copa después de cenar fuera, aunque al día siguiente tuvieran que trabajar. Cuando llegaba el fin de semana, los locales de copas se ponían hasta los topes.
Pero el principal factor que contribuía a la concurrencia de clientes en esa noche de entre semana se debía al  espectáculo de música en vivo gracias al grupo Los Escopetas. Eran cinco, cuatro hombres con pinta de viejos rockeros y una chica, jovencilla, pero de opulentos pechos. Con todo, interpretaban unas decentes recopilaciones de pasados éxitos, en especial de conjuntos de habla española.
En El Kraken había pocos asientos, así que estábamos todos de pie, apiñados, viendo la actuación. Aprovechando que los camareros me conocían, me colé por dentro de la barra para situarme en primera fila. El personal se movía al compás de un tema de Muchachito Bombo Infierno, coreando el estribillo de “Ojalá no te hubiera conocido nunca”.
Me fijé en el tipo de color que tocaba con soltura y ganas la batería, pero enseguida desvié la mirada. Hacia algo que mi instinto reclamaba como más interesante: una morena de unos treinta y tantos, flexible, algo delgada para mi gusto, pero con una sensualidad primaria, natural, capaz de remover en el acto mariposas en mi estómago. Llevaba encima unos simples vaqueros desgastados y una camisa blanca suelta por fuera. Fijé mis ojos buscando su mirada y ella, al advertirlo, dudó un instante y me dio la espalda. Me encantó su silueta bañada por las luces amarillentas y violetas de El Kraken, la ondulación de su cabellera oscura, el sesgo sinuoso que vertía el movimiento de sus caderas. Dándome otra oportunidad, me acerqué hasta colocarme detrás de ella. Sin dejar de bailar, la mujer cuya silueta me trasladaba al recuerdo de otra figura, se dio la vuelta. Esta vez me sostuvo la mirada un buen rato.

Y sonrió.
Seguimos con ese tira y afloja durante unos minutos, hasta que apareció otra chica que debía de ser amiga suya y la arrastró hasta la barra. Para mi consuelo, volvieron sin tardanza con sendas copas. Volvimos a reemprender el ritual que habíamos iniciado: el lenguaje velado de los deseos.
Estaba claro que yo le gustaba.
Y ella a mí también.
-    ¿Cómo te llamas? –pregunté, sin dejar de bailar.
-    Rosa. ¿Y tú? –replicó ella, acercándose a mi oído.
-    JM
-    Te voy a presentar a mi amiga, Aurora.
-    Como quieras.
-    Aurora –dijo, dándole un toquecito a su amiga que estaba trotando a su aire– .  Este es JM.
-    Pareces una marca de tabaco, tío, ja, ja –soltó la tal Aurora, ocurrente.
-    Perdona a Aurora –intervino Rosa– es que tiene un carácter que siempre está de broma.
-    No importa –dije ignorando a la amiga y colocándome más cerca de Rosa–. A mí me gusta mucho tu nombre. Voy a llamarte Rosi. Porque eres como una pequeña flor de porcelana.
-    Se nota que la poesía no es lo tuyo. Y como me llames Rosi te mato –replicó ella con fingida seriedad–.  Además, de pequeña tengo poco.
-    A ver, vamos a comprobar hasta dónde me llegas.
La tomé con delicadeza de la cintura y la atraje hacia mí. Era alta. Me hubiera bastado una ligera inclinación de la cabeza para rozar sus labios. La tentación pasó por mi cabeza. Sus labios se me antojaron pétalos frescos, gruesos, húmedos, llamándome con el ímpetu irresistible de un remolino en el vacío.
Pero sabía que era un error.

miércoles, 7 de abril de 2010

MUJER DELANTE DE UN CUADRO DE TURNER (III): REBECA



 Joan Fontaine. Rebecca ( Hitchcock,1940)


La voz inmóvil.
Pero el cuerpo sabía donde se hallaba la torre del deseo, el ansia sobrepasada como una ofrenda.
La voz sujeta, mientras besaba a Miriam en el ascensor que nos subía a mi piso.
De repente, el semblante de Miriam se difuminó hasta convertirse en una nube borrosa y en su lugar surgieron las facciones de la otra, de la mujer que había amado. Tomé  con suavidad su rostro entre mis manos y rocé sus labios con los míos. Era, más que nada, un gesto de ternura, pero Miriam, ajena al efecto que me provocaba la visión, reaccionó excitada y apretó su vientre contra el mío. 
La cabina del ascensor era pequeña y hacía calor.
-          Hace calor –susurré, apartando mis labios.
-          Hummm –gruñó ella, mordisqueándome el lóbulo de la oreja–. Quítate la ropa.
-          Ya casi hemos llegado.
Permanecimos unos segundos a oscuras en la entrada del piso antes de que encendiera la luz. Si alguien me conociera bien, hubiera dicho que mi intención era dar tiempo a que las pesadillas y las luctuosas formas de pensamiento que se acumulaban día tras día se esfumaran del ambiente. Al fin y al cabo –pensé con ironía–, yo amaba a los espectros.  
-          ¿Qué ocurre? –preguntó Miriam con cierta alarma.
-          Nada –respondí accionando el interruptor de la luz–. Ven. Adelante.
La conduje hasta un sofá de dos cuerpos tapizado en negro. El apartamento estaba decorado con predominio de blancos y oscuros.
-          No te has calentado mucho la cabeza adornando tu casa.
-          Se llama estilo minimalista.
-          Sé lo que es el minimalismo, pero me resulta un poco frio.
-          Está pensado para que los protagonistas de una vivienda sean las personas, no los muebles ni los adornos.
-          Vale, vale, es tu casa. Pero insisto en que es frío. Hasta tú has perdido ese… ese calor que tenía antes.
-          Qué va. Es que tampoco traigo chicas a casa con mucha frecuencia.
-          No me lo creo.
Miriam no había llegado a sentarse. La cogí por la cintura, subí mis brazos acariciando su espalda y volví a besarla. Me separé unos centímetros de su rostro, enredé un mechón de su pelo entre mis dedos y lo toqué con los labios. Me atraía el olor y el tacto de su cabello. Y, por alguna razón, me resultaba familiar.
-          Siéntate un poco –acerté a decir–. Perdona si ves desorden. Voy a traer unas copitas.
-          A mí no me apetece, pero si tú quieres.
-          Oh, sólo un chupito de un vodka muy especial. No es nada fuerte, ya verás.
-          Bueno, pero no tardes.
Aunque ella lo desconociese, llevaba razón. Tenía que apresurarme.  Conforme avanzaba la noche, mayor era mi vulnerabilidad a la llamada de los pulsos muertos de un recuerdo.
Regresé enseguida con dos pequeños vasos rodeados de escarcha. Miriam husmeaba mis libros.
-          Dylan Thomas, Rilke, Castaneda, El Libro de Nod… ¿De qué va El Libro de Nod?
-          Es un supuesto texto “histórico” sobre la evolución de una raza de vampiros. Un libro maldito, dicen.
-          Qué barbaridad. Vaya una mezcla que tienes.
-          Es que le doy un poco a todos los palos, para entretenerme.
Miriam desvió su mirada de los libros y me escudriñó con curiosidad, analizando el sentido de mis palabras.
-           Me refiero a la literatura –aclaré–. Para otras cosas, me gusta más lo clásico: chico encuentra chica y, bueno…
-          Ah, pues yo creo que hay que probarlo todo. En la variedad está el gusto.
-          No, si me parece bien, me parece bien. Pero yo ya te digo que yo no… eso.
-          Ay, qué gracia. Te has quedado cortado, y hasta te has puesto como un tomate.
-          Mira, me estás liando. Ya no sé ni de lo que hablo. Venga, toma este vaso y vamos a brindar.
-          ¿Qué prisa tienes?
¿Prisa? Si tú supieras.
-          ¡Salud! –proferimos a la vez.
Vaciamos el contenido transparente de los vasitos y los colocamos encima del mueble donde estaban los libros.
-          Huy, esta bebida es peligrosa, entra que no te enteras –exclamó, Miriam.
-          Igual que tú. Me refiero a que me encanta estar aquí contigo. Me gustas.
-          ¿Sí? ¿De verdad que te gusto? Ven aquí.
Esta vez fue Miriam quien se pegó a mi cuerpo, enroscándose como la yedra. Apenas me dio un beso fugaz, retiró los labios de mi boca y deslizó con lentitud su lengua, húmeda, cálida, sobre mi cuello. Aspiré el perfume de su piel y el aroma se adentró en mis venas multiplicando el efecto del vodka.
Empecé a sentir que flotaba. Miriam me estaba poniendo como una moto. Y eso era justo lo que necesitaba: pasión y olvido.
-          Puf, puf, puf –resoplé.
-          ¿Qué te pasa? ¿Estás bien? –preguntó Miriam.
-          Sí, sí. ¿Qué tal si vamos al dormitorio? Estaremos más cómodos.
-          Vale –accedió ella, dándose la vuelta–. Ostras, JM, ¿qué es eso?
-          ¿Qué? ¿Qué va mal ahora?
-          Los vasos.
-          ¿Qué les sucede a los vasos? –pregunté, buscando los vasos.
-          No, no mires ahí. No están donde los hemos dejado. Están aquí –dijo Miriam señalando a la mesa junto al sofá– Y están llenos otra vez. ¿Qué clase de truco es éste?
-          ¿Truco? Yo no he hecho ningún truco. He estado todo el rato contigo.
-          ¿Y qué hacen también sobre la mesa esos DVD? No estaban antes. “Rebecca” –dijo tomando el primero de los tres DVD que hallaban apilados cuidadosamente en el extremo de la mesa– “Rebecca” y “Rebecca”. ¿Qué juego es éste?
-          No es un juego, te lo juro, Miriam. Los DVD son míos; estarían encima de la mesa y no nos habríamos fijado en ellos. A veces ocurre, te distraes con otros detalles.
-          Creo que será mejor que me marche –dijo, resuelta.
-          Espera, espera. Haz el favor, Miriam. Siéntate un poco y tranquilízate. Estás alterada por una nadería. Lo estábamos pasando muy bien. No hagas un mundo de cosas insignificantes.
Miriam dudó un momento y por fin tomó asiento con expresión malhumorada.
-          Soy un poco bruja. Mi madre lo decía. Y me da a la nariz de que aquí hay algo raro. ¿Para qué quieres tres DVD de una misma película?
-          Pero distintas ediciones. Es como el que colecciona ediciones de un libro que es una obra maestra. Son aficiones, no veo que haya nada de extraño.
-          ¿Y para ti Rebeca es una obra maestra? Yo he visto una versión moderna, y la otra, la que es en blanco y negro, también la vi en la tele; aunque no aguanté hasta el final, es, no sé, un poco opresiva y siniestra.
-          Pues te perdiste el final de la auténtica película. Para mí, esa es la obra maestra, la que hizo Hitchcock en 1940, con Joan Fontaine de protagonista.
-          Ya, ya. Hay gente que os gusta el cine clásico y todas esas martingalas, lo entiendo, pero la peli no es como para levantar el ánimo. Yo diría que es enfermiza. Si no recuerdo mal, va de una mansión, Manderley, creo que se llamaba, donde todo gira alrededor del recuerdo de una mujer muerta.
-          No hace falta que sigas contándome el argumento, ya veo que conoces la película.
-          Sí –continuó Miriam, ignorando mi observación–. El marido seguía obsesionado con su mujer fallecida. Y aunque llega a casarse otra vez, la presencia de la otra sigue siendo aplastante hasta que…
-          Miriam, por favor, por favor, te he pedido que lo dejes ya. Cambiemos de tema de conversación. O mejor…
-          ¿Mejor qué? No me gustan esos suspenses. Habla claro, hombre.
-          Nos vamos al dormitorio, como habíamos decidido antes. Y nos olvidamos de cualquier asunto que no sea de nosotros.
-          No sé si ahora es ya buena idea. Mi instinto me dice que debería coger la puerta y largarme.
-          ¿No decías que te gustaban las emociones raras, que había que probarlo todo?
-          Sí, aunque no estaba pensando en esta clase de “emociones”. En fin, vamos, en el fondo me gustas.
-          En el fondo, ¿eh? Estás preciosa con ese aire de misterio.
-          Aquí, el único misterioso eres tú. Tú y tu casa. Que cualquiera diría que es el Manderley de la película. Vamos –accedió al fin, levantándose del sofá–. Pórtate bien.
-          Como tú te mereces.
-          Con que no me des más sustos, iremos bien.
Conduje a Miriam de la mano hasta el dormitorio. Toda la casa tenía un sistema de altavoces conectado a radio por internet, y en aquel momento sonaba “Deep At Night” de Ercola & Heikki:
“Can you feel me deep
Deep at night
Can you feel me”


 Admití en silencio que no era la música más apropiada para las circunstancias, pero no quise perder tiempo buscando otras melodías. Además, hubiera apostado a que Miriam no entendía un pimiento de música “house”.

Al entrar en la habitación, creímos percibir el destello de un vaho luminoso y pálido. Provenía de los escasos haces de luz de luna que alcanzaban el interior, pero daba la impresión de ser la antesala de un camino batido por los ojos de lo sobrenatural.
Encendí con rapidez una pequeña lámpara de mesa para disipar cualquier aprensión.
Estábamos en el filo de la cama. Me acerqué a Miriam para rodearla con mis brazos, pero ella me empujó con delicadeza para que me tumbara de espaldas sobre la cama. Se sentó a mi lado y se lo tomó con calma para quitarse los ceñidos pantalones que vestía. Continuó desabrochándose la blusa mientras cabeceaba moviendo su cabellera para observarme de reojo.
Sentí de nuevo que mi piel ardía, que mi carne ardía en todos los posibles mundos de lujuria. Me incorporé hasta abrazarla por detrás y empecé a recorrer su espalda con mis labios.
En mi interior crecía un animal. Un animal durmiente que era inmune a la nostalgia, al dolor que algunos recuerdos derriten sobre el alma. Sólo quería saciar un instinto urgente; probar, en los huecos de otro cuerpo, que se sigue viviendo.
Cuando mi lengua recorría la parte baja de su columna me di cuenta que había algo escrito en la parte trasera de sus braguitas: “Agent in love.”
“Es traviesa la chica” –me dije, divertido, sintiendo que aumentaba aún más mi excitación.
-          ¿No notas que hace frío? –dijo de improviso Miriam, cortando mis fantasías.
-          ¿Frío? No sé. ¿Quieres que suba la temperatura del climatizador?
-          Sí, anda, por favor.
-          Enseguida.
-          Mientras tanto yo voy un momento al cuarto de baño.
-          A tu derecha. No tienes más que abrir esa puerta.
-          Gracias. No tardo nada.
-          No te preocupes. No me voy a ninguna parte.
Cada mentira que me hacía a mí mismo, cada palabra que actuaba como una mordaza, no me liberaba del dolor. Eran lágrimas al agua, arena en la ceniza gris, oscuridad donde muere el sol.
Apoyé la cara en el cristal de la ventana y besé su frialdad. En el cielo nocturno las alas de un gran pájaro negro se deshacían mientras volaba hacia donde yo estaba. Minúsculos puntos más oscuros que la noche. Como una lluvia que azotara desde el reino de los muertos.
El grito de Miriam me apartó de mi ensimismamiento.
-          ¡Miriam! ¿Qué te pasa? ¡Responde, por Dios! Abre la puerta.
Abrió la puerta. Sus grandes ojos castaños tenían el aspecto de haber atisbado el horror de lo imposible.
-          Acabo de ver una sombra detrás del cerramiento de la ducha.
Descorrí de un golpe, con furia, los paneles de la ducha.
-          Aquí no hay nada. Habrá sido un reflejo de las luces.
-          Que no. No era un reflejo. Y, más que una sombra borrosa, lo que he visto ha sido la silueta de una mujer. Una mujer desnuda dentro de la ducha.
-          No sé qué decirte. Esta noche la imaginación nos está jugando malas pasadas.
-          No es la imaginación. Aquí hay un ambiente, una atmósfera, muy extraña. Algo sucede. No sé si lo provocas tú o te persigue a ti. Si yo fuera otra clase de persona, una persona común y corriente, saldría corriendo ahora mismo de tu casa. Apesta a fantasmas.
-          Pero qué dices, mujer.
-          Ya te dije que soy un poco bruja. A veces veo cuerpos transparentes, sobre todo en lugares donde ha vivido gente que ha muerto violentamente. También puedo ver un halo rodeando a las personas, lo que han llamado aura. De niña era más frecuente, ahora cada vez veo menos cosas anormales; lo que es una suerte. Pero, nada más conocerte, en la galería de arte, tuve la visión de una mujer justo detrás de ti. De hecho, por un instante, pensé que ella iba contigo; en carne y hueso. En seguida me percaté de que sólo era una visión. Me caíste bien desde el principio, no sé, sentí tu tristeza, tu desamparo, y decidí dejar que me  acompañaras. Pretendí engañarme diciéndome que esa visión tenía que ver con la galería y no contigo. Pero lo cierto, JM, lo cierto es que, aparte de la casa, tú también apestas a fantasmas.
Incapaz de responder a las conjeturas de Miriam, o demasiado cansado para ello, me senté encima de la tapa del inodoro.
-          ¿Por qué tienes en un cajón toda esa cantidad de productos de cosmética, y el frasco de Chanel y todo el resto de cosas que usamos las mujeres? ¿Es que estás viviendo con alguna mujer y hoy estaba de viaje? –inquirió Miriam, sarcástica.
-           No hay ninguna mujer viviendo aquí.
-          Pues entonces la hubo, ¿no? Es ella, la que he visto aparecerse en la ducha. Es tu Rebeca.
-          No se llamaba Rebeca.
-          Su nombre era Raquel, ¿me equivoco?
-          ¿Cómo lo has averiguado?
-          Porque antes, cuando me estabas besando, me has llamado Raquel.
-          ¿Yo? ¿Te he llamado yo Raquel? Habrá sido un lapsus; se me habrá trabado la lengua.
-          Claro, como Raquel y Miriam suenan igual –se burló Miriam.
-          Basta. Da igual. Me he equivocado. Pero no quiero que continúes hablando de ella.
-          Lo ves. Has convertido el piso en tu particular mansión de Manderley. No es una casa, es un lugar de culto a una persona que ya no existe.
-          Para mí sigue existiendo. Tú no podrías entenderlo ni en mil años –dije en un tono de voz agresivo-. Hasta que conocí a Raquel no era consciente de que vivía en el vacío de un corazón insensible al amor; que andaba medio a ciegas bajo un cielo de luto, sin sol y sin estrellas. Ella fue como una ráfaga de fuego. La primera vez que nos miramos sentí que me arrastraba una ola de viento a través de paraísos antiguos, a través de firmamentos maravillosos que dejaron de existir hace millones de años. Es imposible explicarlo.
-          Cálmate. Trato de comprenderte. Te has expresado muy bien; te transformas cuando hablas de ella.
-          Yo no lo hubiera creído antes de conocerla. Me hubiera sonado a historieta de novela romántica. Así que no te preocupes. Y perdona que haya levantado la voz.  Te dejo para que te vistas. Te llevaré a tu casa.
-          No hace falta, puedo coger un taxi. Pero no ahora. Quiero quedarme contigo esta noche –dijo Miriam con tranquilidad.
-          ¿En serio? No te asusta la… aparición. Además casi preferiría quedarme solo si no te molesta.
-          No me asusta la aparición. Me ha pillado por sorpresa, pero no es el primer espectro que veo, ya te he dicho. Y  no quiero que te quedes solo, es la peor idea que puedes tener.
-          Te lo agradezco, Miriam, pero es mi problema. En realidad, ¿qué puede importarte a ti?
-          ¿Por qué no dejas de castigarte? ¿Es que no piensas que puede haber otras personas que les guste estar contigo, que puedan quererte?
-          No. Que no pienso en ello, quiero decir. Trabajo, hago ejercicio, y cuando salgo es para divertirme, para no darle vueltas a la cabeza. Así de simple.
-          Pues esta noche voy a ser tu compañía. Tú me has invitado, ¿recuerdas?
-          Sí, claro, pero no a una velada de espiritismo –respondí, intentando un mal chiste.
-          Tú me has invitado a tu casa–insistió Miriam, obstinada.
-          Sí. Yo te he invitado a mi casa –repetí para que se quedara satisfecha.
-          Y es lo que voy a hacer: quedarme contigo.
Miriam entornó los ojos y volvió a abrirlos buscando mis pupilas, como si allí, en sus cráteres, durmiesen mis secretos. Sin resistencia, me abandoné a la mirada de Miriam, atravesando un tiempo vivificado para amar, islas donde era dueño y señor de pequeños cielos, estanques donde me hundía en la paz del perdón.
-          ¿Quién eres tú realmente, Miriam? Hay momentos en que se diría que viven distintas personas en ti.
-          Soy lo que tú quieras ver en mí, lo que quieras buscar en mí. Esta noche todo está permitido. Pero, al margen de ello, sólo soy una mujer más. La mujer que encontraste delante de un cuadro de Turner.
De nuevo en el borde de la cama, Miriam colocó una mano ligera como el vapor sobre mi hombro, indicando que me tumbase.
-          Me temo que no estoy en condiciones de ser una buena compañía. Hazme caso, márchate.  Lo que necesito es relajarme.
-          ¿Tienes algún problema en relajarte conmigo? No pienses en nada. Déjate llevar.
De madrugada, cuando la noche todavía era una herida profunda que daba cobijo a sus criaturas, Miriam estaba despierta. Permanecía de pie, junto a la ventana, sin ropa, como un ángel de la oscuridad. Sus ojos brillaban con el fulgor de una llama lejana y en su rostro se dibujaba una sonrisa indescifrable.
No me desperté hasta bien entrada la mañana.  Al principio, mis parpados lucharon por abrirse; parecía que alguien hubiese vertido una capa de aceite sobre ellos. Pero cuando abrí los ojos por completo, me sentí despejado, descansado.
Y solo.
Me senté en la cama de un salto. Una paloma, asustada, batió sus alas contra el cristal de la ventana.
Sobre la mesilla se encontraba el libro de poemas de Dylan Thomas.  Entre sus páginas asomaba un trozo de papel azul claro que había sido utilizado como marcador. Abrí el libro y miré el papel: era una entrada de la galería de arte para la exposición de Turner. El poema que estaba en esa página se titulaba “And death shall have no dominion”.
Y yo conocía los versos de memoria.

“Aunque se hundan en el mar, surgirán de nuevo,
 Aunque los amantes se pierdan, el amor, no;
 Y ya la muerte no tendrá dominio." 
Puede que no seamos nosotros los que creamos a nuestros sueños, sino que nuestros sueños nos creen a nosotros.

 

Mujer delante de un cuadro de Turner (III) Rebeca.
El intimista secreto.
Escrito en La Manga, tarde-noche de viernes santo, viento de levante, dos (quizás tres) dedos de Moskovskaya.

Can you feel me deep
Deep at night
Can you feel me
Deep at night
Deep at night

Ercola & Heikki - Deep At Night