lunes, 30 de agosto de 2010

TARTARUS

             
        Un día de septiembre de 2006, al anochecer.
                Bishkek, Kirziguistán

 
     Intento dormir ahora que Mara respira despacio y, entre sueños, sisea de vez en cuando palabras en un idioma desconocido para mí. El CD con los éxitos de Beny Benassy que ha estado sonando en un reproductor portátil llega, por fortuna, a su fin con la última canción: I feel so fine.


     Junto al aparato de música está el  perfume de Gucci que le he traído a Mara.  Se ha vuelto loca de contenta cuando se lo he entregado al tiempo que susurraba a su oído “Estás preciosa, mucho más de lo que te soñaba cada día cuando estaba en el desierto.” Los dos sabemos que es mentira. No que sea preciosa, sino  que soñase con ella cada día; sabe muy bien que todos mis sueños son esclavos de un espectro. Pero decir cosas así − tonterías al fin y al cabo−, hace que la vida  parezca menos cabrona.

     El apartamento es pequeño y caótico. Un refugio como una madriguera incrustada en un gigantesco bloque de cemento gris sucio, la típica edificación de la época soviética.
Cada vez es más difícil que la ISAF, las fuerzas de la OTAN desplegadas en Afganistan, permita que sus hombres y mujeres tomen unos días de descanso en Bishkek , la capital de Kirguizistán; el problema es la situación política, demasiado inestable desde que el país consiguió su independencia de Rusia. Por ahora,  nos han concedido unos días y lo cierto es que en este preciso  momento podíamos estar  en mi confortable habitación del Hyatt Regency. Pero Mara se niega en redondo. Argumenta que sólo en su apartamento, decorado con antiguos amuletos y objetos chamánicos, desaparece la sombra ensangrentada de una mujer que me acompaña a todas partes. Mara es así: medio bruja y medio tártara. Sus progenitores proceden de Tunguska, en plena Siberia.
 
     Dormir al lado de Mara es como tumbarse junto a un mar desconocido de aguas transparentes y tranquilas que, de improviso, se convierte en tempestad. Una tempestad que me mira con hambre desde un abismo insaciable y vierte sobre mi piel un oleaje de lujuria. Es el juego al que me rindo, fundiendo las orillas entre nuestros mundos tan distintos;  demoliendo por unas horas las torres siniestras que cercan mi corazón.
     De tarde en tarde, me convierto en grillo, en sapo, en serpiente, en águila o en pez globo; juego al juego del deseo, a estar vivo, a ser un vicioso capricho del azar, a ser una partícula de escombro en el infinito de un universo sin misericordia. 

     Mara se revuelve y se da la vuelta,  arrojando a un lado el cobertor de colores estridentes.    Aunque continúa dormida, en sus sueños sabe que yo estoy despierto y que todavía no me he marchado. Es una bruja; una bruja  que folla como un agujero negro hasta chuparte todas las sensaciones, todo lo que vibra en los sentidos con cualquier longitud de onda. No deja nada, ni lo bueno, ni lo malo: toma mi excitación, escurre mi pasión, drena el sexo; pero también absorbe todas las emociones oscuras y las disuelve en su paladar de hechicera. 

     Y luego se relame. 

     Y me deja nuevo.

     Me deja nuevo unas horas.

     Luego vuelve la energía luctuosa. Viaja desde el infierno a la velocidad de la luz. Desde mi infierno. 

     Tartarus. El Infierno.

     Lo que arde en mis pensamientos está cosido dentro de mis párpados, nunca puedo dejar de verlo, nunca por mucho tiempo. Quizás no fue mi culpa la muerte de Raquel. Pero tampoco  supe detenerla cuando decidió salir a bailar sobre el filo de un cuchillo con la Parca. Creyendo hasta al final que todas las personas son esencialmente buenas y que lo único que necesita este cochino mundo es un poco más de amor.
 
     En algún punto de ese infierno en mi memoria, en algún átomo maligno del infinito, seguimos  −seguiremos−, siempre juntos, abrazados, mientras su sangre corre por mi rostro y empapa mis ropas.

     Tartarus. El Infierno.

     Me restriego los parpados y me quedo mirando a la pared. Hay una mancha de humedad en una esquina, tocando el techo. Una mancha negruzca con los contornos de una mariposa. Y entonces me alcanza un aroma intenso, flotando sobre la mezcla de olores a perfume, a sexo y a feromonas: una intensa fragancia a violetas. 
Vuelvo a mirar a Mara. Su cuerpo desnudo tumbado boca abajo, la piel brillante de sus nalgas. Ah, Je te mangerais

     Regreso a la llamada realidad.

     Ella nota mi excitación y abre los ojos. Se incorpora en la cama y se coloca de lado para mirarme en silencio. Olfatea el aire −se diría que el viento nocturno atraviesa los cristales de las ventanas cerradas−, y algo primitivo, animal, rompe en sus venas. Ha adivinado que la sombra pugna por salir de su bosque tenebroso para instalarse de nuevo en mi pecho. Entonces, me rodea con su brazo, me besa  como si deseara introducirme una poción mágica y se retira.   Por un momento nos miramos con ternura, casi con lástima, como dos perros heridos que se cruzan en un callejón inmundo. Sus ojos rasgados son de un caoba oscuro; sus cabellos como el carbón azulado. Justo el extremo opuesto a los rasgos que tenía Raquel.

     En la mesilla de noche hay un montón de collares de perlas falsos y una piedra esférica, negra, con símbolos arcanos.  Es curioso, a veces sin darnos cuenta convive lo sobrenatural con la sordidez de nuestras vidas, tan ricamente, como si tal cosa.

     Mara es medio tártara, bruja y folla como un agujero negro.

sábado, 21 de agosto de 2010

PETALOS DE ESTAÑO


Presiento tu rostro,
la sombra que relumbra
en tus palabras seductoras.
Tu perfil ausente
que amanece sin prisa
desde una cicatriz abierta y candente
que permanecía en nuestro silencio
como una revancha de pasiones ignoradas.

Si vienes desde lejos,
si vienes con la sed
de las orillas mordidas por la luna,
toma mi piel
secreta e invisible,
toma mis horas calladas y suicidas.

La soledad redonda,
la niebla lenta, sin nostalgia,
deja sobre los besos invocados
un sueño inmenso y protector.

Presiento tu rostro,
tu mirada inexcusablemente fugitiva,
tus dedos que desatan noches enteras
de mi nuca.

La oscuridad está despierta,
la oscuridad que nunca antes ha amado,
y ahora incluye la cadencia oculta
de tu carne,
las espigas oblicuas de tu pecho
que derrumban la distancia,
la textura de tus piernas
que anudan mi cintura
cómplice y borracha.

Hoy sueño en tus palabras
enredaderas de agua
que me cercan y dilatan
como caricias de amante,
que me buscan y me palpan
en los gemidos fósiles del viento,
que desnudan un deseo
cubierto con los pétalos de estaño
de una extinta forma de amar.

domingo, 15 de agosto de 2010

CUANDO SUEÑAS CONMIGO


Soy todavía una visión
dentro de la extrañeza de los sueños inmóviles.
En los territorios abriéndose a una boca,
en los vacíos ascendentes
de las calles sin nombre.


A través del cristal
miramos al cielo cada noche
como espectadores de una sintaxis
de dedos mágicos, inexplicables.

Amo las secretas simas
que habitas con el vapor de una caricia,
los tallos de seda que abandonas
en mis párpados
y hacen visible
el eco de las cosas soñadas,
de las cosas encendidas
e inagotables.


Es tarde en tu mano delgada.
La oscuridad de las nubes apunta ahora
al espesor donde ya no estoy,
al deseo durmiente que estallará con hambre
bajo la sombra tensa de otra piel.

miércoles, 11 de agosto de 2010

LOS QUE VIVIMOS



Los que vivimos tal vez ya no existimos, tal vez seamos sólo espejos y no lo sabemos.
Vemos a menudo en las retransmisiones transcontinentales que existe una demora, apenas un instante, en que la imagen y sonido sufre un levísimo retraso mientras las ondas recorren una distancia de unos tres o cinco mil kilómetros. Cuando se contempla una retransmisión desde una nave espacial, la demora es más evidente.  En realidad durante el tiempo mínimo que tarda en llegarnos la información audiovisual los emisores podrían haber sufrido un evento catastrófico, no sé, una hemorragia cerebral masiva, una arritmia letal, o un disparo en la cabeza, que les hubiera provocados la muerte instantánea y por una casi imperceptible fracción de tiempo hubieran estado ya muertos mientras nosotros aún obteníamos de ellos una representación viva.

Imaginemos que otros seres nos contemplan desde un planeta situado, digamos, a 200 años luz (lo que es una distancia muy modesta en términos estelares). Supongamos también que su atención se centra, por ejemplo, en Cádiz. La percepción que obtendrían de nosotros, debido al retraso que deriva de la velocidad de la luz, sería la de estar contemplando en su apogeo la batalla de Trafalgar.
De algún modo, la batalla de Trafalgar,  o cualquier otro evento en la historia de cada uno de los seres vivos de este planeta, no ha cesado nunca.

Podríamos incluso suponer que nuestras existencias viajan en un modo continuo y desplegándose del momento original, del tiempo cero de cada acto de nuestra existencia. Compartimos ese éxodo con todos los seres, objetos y eventos contemporáneos de ese momento dado – nuestros compañeros de tránsito–   pero en realidad somos solamente espejos viajeros de cosas que ya se han extinguido.

En cada instante de ese viaje, para observadores de distintos e infinitos puntos del universo, continuamos cíclicamente reeditando nuestros actos. De hecho, ahora mismo podríamos simplemente estar situados en una capa o corte – por llamarlo de este modo–  de este viaje en el espacio-tiempo pero no sólo como un montaje de  imágenes fotograma a fotograma, sino teniendo la falsa conciencia de todas las sensaciones que de modo continuo creemos percibir de un entorno “real”.

Existen un tipo de neuronas en nuestro cerebro llamadas “neuronas espejo” que se activan ante determinados estímulos externos de igual manera que si nosotros experimentásemos en primera persona esas sensaciones o acciones. Es decir, las neuronas se activan ante la visión de una persona corriendo o ante el sonido de un refresco burbujeante al caer al vaso de la misma manera que si nosotros estuviésemos corriendo o bebiendo ese refresco.

Tal vez vivimos de las rentas de esas sensaciones almacenadas en nuestras neuronas espejo y, como en la leyenda del buque fantasma, seguimos perpetuamente buscando un puerto sin saber que hemos dejado de estar vivos –o despiertos–  hace tiempo.

domingo, 8 de agosto de 2010

Hay días en que los recuerdos viajan solos


Hay días en que los recuerdos viajan solos, se desentienden de nuestros  pasos y juguetean en las huellas que han dejado desconocidos. Hay días en que los sueños son como cielos nublados, días en que el espesor de la oscuridad es un mar durmiendo a nuestro lado. 
Todo pasa y vuelve con otras formas. La misma silueta parece regresar con la humedad de la medianoche. El azar convertido en lápida de un beso esférico.  Las  mismas olas y quizás hasta la misma mirada, envuelta ya en las gasas de la nada.
Duele hoy y mañana nos impulsa una pasión nueva; el fervor de nadar en otros sentidos y olvidar.
La vida rueda, a veces hermosa, a veces muerta.