jueves, 30 de septiembre de 2010

LUNA ROJA


Nadie sabe si con el tiempo regresó
o se perdió anclado en la última duna.
Un muro más de recuerdos
que saltar con la última copa
y la brillante silueta de ojos verdes
ya no será una mano calculadora.
No te puedo decir.
Me contaron que se oyeron crujidos en el suelo de madera
de su piso abandonado,
aquel que tenía tan buenas vistas
en las noches de luna roja.
Al final, si te empeñas en buscarlo, hay siempre
un lugar donde acabas por encontrar un puñado de pastillas
y un espectro que se acuesta cada noche
al lado de tus sueños.

jueves, 23 de septiembre de 2010

LA DESPEDIDA DE MARA (Tártarus IV)


-    ¿Has sentido eso? –preguntó alarmada–  Es el sudario del mal. 

Por un momento, temí que Mara hubiera perdido la razón. Sus ojos miraban ausentes hacia espacios aterradores que solo ella veía. Me giré y la abracé con fuerza.
-    No sucede nada, no te preocupes –susurré a su oído, como si intentara tranquilizar a una niña asustada por el sonido de la tormenta–. Ya sabes que la corriente eléctrica se corta en esta ciudad cada dos por tres.
-    ¿Y la piedra negra?
Separé los brazos que rodeaban a Mara y abrí las manos, aun a sabiendas de que estaban vacías. Me levanté de la cama y escudriñé cada rincón del cuarto. En una esquina, sobre la ropa de mi uniforme amontonada en una silla, estaba la piedra negra.
-    Quiere irse contigo –dijo Mara con voz tranquila–. Tengo el presentimiento de que lo que representa esa piedra está  ligado a tu destino.
-    Mara.
-    Dime, cariño.
-    ¿Te queda alguna botella de Moskovskaya  en la nevera?
-    Por supuesto.

Media hora más tarde,  y un cuarto menos  de botella de vodka, Mara y yo permanecíamos acurrucados en la cama dentro del mudo refugio protector de nuestro abrazo. Yo  jugueteaba formando  rizos con sus oscuros  cabellos, sin apartar la mirada de la mancha del techo con apariencia de alas de mariposa. 
Mara respiraba despacio y hondo, se diría que estaba sumida en un trance hipnótico o que sus pensamientos flotaban bajo las bóvedas de un encantamiento. De repente, siseó algo en su dialecto tártaro, se arrodilló en la cama  y con movimientos leves y sensuales se despojó de la ropa. Luego, me ayudó a quitarme la burda camiseta militar y se tumbó sobre mí haciéndome suspirar al sentir el contacto sedoso de su piel. 
Se incorporó unos centímetros  y, rozándome con los pezones endurecidos, retrocedió  hasta quedarse sentada sobre mis piernas. Puso  las manos en mi cintura  y comenzó a desplazar poco a poco los calzoncillos. Después, las yemas de los dedos descendieron  presionando  mis nalgas y ascendieron con suavidad por el  exterior de los muslos para unirse sobre el pubis.  Las caricias continuaron arriba y abajo,  provocándome una violenta erección y una  inacabable agonía de placer. Por fin, Mara terminó por empujar  los calzoncillos hasta los pies. Con el extremo de la  lengua, recorrió mi pecho siguiendo trayectos sinuosos. Me agité presa de un espasmo de excitación y con una sacudida de los pies  acabé  de desprenderme de los Calvin Klein. Mara posó  los labios sobre mi cuello con ternura, como pétalos de nieve que se fundieran en la piel.
Los músculos de la columna se contrajeron y mi espalda formó un arco sobre la cama. Cerré los párpados y dejé escapar un gemido al tiempo que susurraba palabras que parecían haberse extinguido en mi corazón tiempo atrás. A  punto de explotar,   busqué instintivamente la humedad del sexo de Mara sobre mi vientre y la penetré.
Ella cedió al flujo de la pasión sin tensiones, con una cadencia profunda y tenue, sin exhibir su habitual voracidad cuando hacíamos el amor.
En el torbellino de aquella locura de sensaciones, abrí los ojos y encontré en la mirada de Mara un brillo dulce y purificador que nunca antes había distinguido en sus pupilas.
Aquel latido de luz llegaba desde la larga palidez de un sueño.
No era Mara.
Era otra mujer a quien Mara prestaba su cuerpo.
Su mejor regalo de despedida. El más generoso gesto de amor.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

EL DESCONOCIDO (Tártarus III)



        Un día de noviembre de 2006, de noche.
        Bishkek. Kirguizistán.

 
La oscuridad siempre está cerca de aquellos que no saben alejarse a tiempo de los espectros que dormitan en su memoria. La oscuridad cae también sobre Bishkek en forma de noche desnuda y fría, como la piel de un ahogado.  No hay luna ni estrellas en ese cielo; tampoco más allá hay ángeles o demonios. Tan solo un mar de aguas negras donde se apilan todas las ilusiones marchitas; tan sólo una nada que también muere.

 
Mara, lleva puesta una amplia camiseta negra con el dibujo de unas llamas en la espalda y un letrero debajo que dice: “Enjoy Tartarus Amusement Park. Afghanistan." A través de la ventana,  dirige sus ojos hacia la fantasmal  bóveda nocturna.
-    ¿En qué estás pensando? –pregunto. Estoy tumbado en la cama, vestido con una camiseta militar color arena y unos calzoncillos Calvin Klein.
-    ¿Qué dices?
-    Digo que en qué estás pensando –repito, girando con brusquedad, casi con saña, el botón de sonido del reproductor de música portátil de Mara. Las estridentes notas del Satisfaction de Benny Benassi  se convierten ahora en un débil murmullo.
-    Ah, en el cielo, en cómo debe de verse el cielo en otro sitio que no sea este lugar.
-    ¿En Tunguska, por ejemplo?
-    ¿Estás de broma, no? –responde ella seria, al tiempo que se da la vuelta–. No me atrae la idea de de volver a la tierra de mis padres; allí no hay más que pobreza. No, pensaba en un sitio distinto por completo: en Londres. He conocido a una mujer de negocios que casualmente es de ascendencia tártara como yo y me ha ofrecido trabajar para una especie de fundación o empresa. Tienen una  sucursal en Londres.
-    Es una magnífica oportunidad, pero ¿es de fiar esa mujer?
-    Oh, sí. He comprobado que la empresa  existe. Es muy importante, se llama Sargón y se extiende por un montón de países. Tengo unos familiares que están al tanto del mundo de los negocios y lo han confirmado.
-    ¿Qué familiares? ¿Los primos que trabajan para la Organizatsja,  la mafia rusa?
-    Aquí todo el mundo tiene algún conocido que esté relacionado con la Organizatsja. Esto es Kirguizistán , cariño. El caso es que la oferta es legal y voy a aceptarla. No quiero quedarme aquí cuando tú te vayas. Porque te vas a marchar muy pronto, ¿verdad?
-    Iba a decírtelo, Mara. Estaba pensando como…
-    ¿Cómo largarte sin decirme una palabra?
Mara dio un salto con la agilidad de una gata, aterrizó a mi lado sobre la cama, se apoyó en los codos y me miró como si llevara un siglo esperando una respuesta.
-    No seas tonta…, yo, lo que quería decir era que, bueno, que, podrías reunirte conmigo en España. Podría conseguirte trabajo y permiso de residencia para que estuviéramos juntos, si  quieres.
-    Tú no puedes vivir con nadie. Al menos, ahora. Sería como compartir hogar con un desconocido. Lo sabes y yo lo sé. ¿Cuántas veces hemos hablado de ello? No directamente, pero sí a propósito de esa mujer que mataron en Afganistán. Ibas a dejarlo todo por ella, a cambiar de vida y empezar otra, quizás en su país. Hasta que pase mucho tiempo no habrá cabida para un amor como ese en tu corazón, quizás nunca. Y lo que es peor: mimas la oscuridad de tu corazón, te resistes a desprenderte del plumaje de los muertos.
-    ¿Qué quieres decir con eso del plumaje de los muertos?
-    Es una frase hecha. Una frase de mis antepasados  tártaros. Significa que no dejas que se corte el vínculo natural con la muerte. Todas las cosas en el universo son así: aparecen y desaparecen para transformarse y seguir caminos que no entendemos. No debes oponerte a esa corriente. Va contra el orden de la Naturaleza.
-    ¡Va contra una mierda! Nadie va a convencerme para que olvide, nadie, ¿me escuchas?
-    No te enfades. No te estoy diciendo eso. Sólo que sigas tu destino y dejes a los fantasmas que sigan el suyo hacia la nada o lo que sea que exista más allá. No significa abandono, significa cortar una obsesión que puede volverse maligna, que puede atraer espíritus indeseables.
-    Mara, sé que todo lo dices por mi bien, pero no quiero seguir dando vueltas a este tema. Además, por mucho que insistas yo no puedo entender esas leyendas vuestras, de los tártaros, sobre los espíritus y lo seres del mal…, todo eso.
-    No son leyenda… Debes protegerte o los muertos volverán con otras formas.
-    Anda, dejemos de discutir, ven aquí.
-    Espera, quiero hacerte un regalo. Un regalo de despedida.
-    Por favor, no hables así. Seguro que nos volvemos a reunir muy pronto.
-    Vale, pero me gustaría que te quedases con esto –dijo Mara, sacando del cajón de la mesilla una piedra esférica de color negro–. Ponla con tus cosas, así no se te olvidará al marcharte.
-    Mara, sé que este objeto tiene valor para ti, sin embargo los amuletos y cosas por el estilo no tienen significado para mí. No necesito nada para acordarme de ti. Si no te hubiera encontrado, si no hubiera esperado reunirme contigo , si no hubieras estado a mi lado después de… en fin, no sé, no sé qué locura podría haber hecho.
-     Chsss, no digas más y guarda la piedra. No es nada mágico, es una piedra de Tunguska, pulida y decorada. Pero representa a un objeto sagrado en nuestra tradición: una gema que pertenecía a un pueblo misterioso que habitó en  la tierra de mis antepasados. Esa gente adoraba a las sombras y celebraba ritos en los que sacrificaban a  extrañas bestias: unos animales  que tenían aspecto de gigantescas mariposas negras y se alimentaban de sangre. La piedra protege del Lobo Blanco.
-    ¿Quién es Lobo Blanco? –pregunté, fingiendo interés,  mientras cogía la piedra. Lo último que deseaba es que Mara pensase que despreciaba las creencias ancestrales de sus antepasados.
-    No lo entenderías, pero para explicarlo en términos occidentales, vendría a ser como una encarnación del mismísimo Satán.
La habitación se oscureció de golpe y la atmosfera se tornó espesa y pegajosa como si el aire se hubiera convertido en petróleo. Apreté con fuerza la piedra negra que guardaba en mi mano. Sentí un brusco dolor de cabeza, como un hierro que me atravesara de sien a sien.  Hubiera jurado que algo o que alguien nos hacía flotar sobre la cama.
Un instante después volvió a encenderse la lámpara de pie. El resplandor macilento que emitía la bombilla recortó los objetos de la habitación con un aura siniestra.

-    ¿Has sentido eso? –preguntó Mara alarmada–  Es el sudario del mal.


miércoles, 8 de septiembre de 2010

LA BRISA NEGRA (Tártarus II)


            Bishkek, Kirguizistán.
 
Hamid, el Afgano, se despertó con la erección más potente que jamás había  experimentado en su vida. Atribuyó la ostensible muestra de vigor sexual a que había estado soñando con Mara, aquella puta tártara que ahora estaba liada con un oficial de la OTAN. En el sueño,  estrangulaba a Mara, clavando desde atrás  sus dedos sarmentosos en el frágil cuello de la mujer mientras la sodomizaba con brutalidad.
Hamid no podía imaginar que la rocosa rigidez de su falo ─fenómeno que en Medicina denominaban priapismo─ era, en realidad, el primero de los síntomas que producía el tóxico circulante en su sangre; un veneno que le conduciría a la muerte antes de dos horas. 


Cuando JM abrió los ojos en la habitación de Mara, ella ya no estaba. Sabía que empezaba a trabajar temprano en el pequeño puesto de hierbas medicinales que su familia poseía en el mercado de Bishkek conocido como Mercado de las Brujas. 


Sin embargo, cuando la silueta de Mara se deslizó por las calles de la ciudad confundida con la oscuridad de la madrugada, su destino no era el Mercado de la Brujas sino el piso donde vivía Hamid. En beneficio de su propia seguridad,  Mara nunca perdía la pista de los lugares por donde andaba Hamid, el Afgano. Le constaba que era un traslado reciente y que desde la vivienda se divisaba con claridad la entrada principal del  Hyatt Regency, el hotel donde se alojaba ahora JM. De igual forma, tenía la certeza de que aquello no era una casualidad.
Hamid era originario de Jafari, una población adyacente a la ruta Lithium, en Afganistan, y pertenecía a la etnia pastún, la misma que los talibanes. De hecho, era un talibán encubierto. O eso pensaba él, porque entre los familiares uzbekos de Mara, que residían también en el noroeste de Afganistán, era conocido que Hamid se hallaba en Bishkek para realizar un atentado contra algún miembro de la OTAN. Y, por supuesto, Mara tardó poco en estar informada. Todo encajaba: para Hamid era la oportunidad de alzarse con méritos entre sus camaradas de la insurgencia y además se  trataba de un asunto personal. Dos años atrás, el oficial español sorprendió a Hamid en un callejón, cercano a una famosa discoteca de la ciudad, golpeando e intentando forzar sexualmente a Mara. JM resultó herido por arma blanca en un antebrazo pero Hamid tuvo que ser hospitalizado inconsciente, con luxación de codo, fractura de mandíbula y dos o tres piezas dentarias menos. A partir de aquel momento, JM  se veía con  Mara cada vez que  volaba hasta Manás  ─el aeropuerto de Bishkek─  y conseguía hacer una escapada a la ciudad. Al principio, su relación fue de una limpia amistad. Y luego, cuando murió Raquel,  de amantes. Ella descendía de una familia de brujas y  hechiceros  tártaros. El venía de un mundo completamente distinto. Pero, cuando estaban juntos era como si el cielo y la tierra se disolvieran en un crepúsculo tranquilo, cesara de crecer lo oscuro y el olvido bendijera sus sueños

Con movimientos expertos, Mara abrió la vieja cerradura de la puerta que daba acceso al piso ocupado por Hamid. Sin levantar el más pequeño ruido, se aproximó a la habitación donde dormía  el hombre y destapó un frasco de cristal junto a la almohada.  No tardó en salir la abominación encerrada en el envase: una  araña parduzca, de unos seis centímetros y  abdomen protuberante sobre el que se observaba cuatro minúsculas esferas rojizas. En la zona fronteriza entre Pakistán y Afganistán, la araña era conocida como la Brisa Negra y se decía que la temible Viuda Negra, sus prima hermana, era a su lado sólo como un molesto mosquito. La picadura era indolora, pero inyectaba una devastadora neurotoxina que terminaba con la vida de un ser humano por asfixia, tras producir parálisis del sistema nervioso e intensos dolores. El primer síntoma del veneno era el priapismo, una erección prolongada y pétrea;  luego pasaba un cierto rato hasta que la víctima notaba que no podía moverse, la piel del rostro adquiría una coloración oscura,  los músculos respiratorios se paralizaban y, por fin,  terminaba ahogándose en su propia saliva. 


La Brisa Negra dejó dos gotitas de sangre en el cuello de Hamid. La picadura no había perturbado en lo más mínimo el sueño del Afgano.
Con las manos protegidas gracias a unos gruesos guantes de soldador, la mujer introdujo de nuevo al arácnido en el envase de cristal.


Antes de salir de la vivienda, Mara inspeccionó la ventana desde donde se contemplaba la entrada del hotel, a unos doscientos metros de distancia.  Bajo el marco de la ventana, sobre un paño de camuflaje,  estaba listo para ser utilizado un Dragunov, un fusil de francotirador.


De nuevo gateando en las penumbras antes del alba, Mara suspiró satisfecha: había librado de la muerte al hombre del que estaba enamorada. Sin embargo, con los tibios humos amarillentos de las primeras luces, un transeúnte que se cruzase con ella  hubiera podido contemplar como en sus mejillas se adherían las estrellas sin brillo de unas lágrimas. Mientras seguía caminando en dirección al Mercado de las Brujas, recordó las palabras, los versos, de una tal Emily Dickinson, que a veces murmuraba JM cuando creía que ella no le escuchaba: "De las almas creadas/ supe escoger la mía". Y lo que él había escogido para amar era un alma sin cuerpo, un espectro. JM podía mirar con inmensa ternura a sus ojos tártaros,  besar con sedoso deseo sus labios, colmar con sus abrazos el vacío de los días de soledad. Y  hacían el amor con avidez, fundiendo sus cuerpos en una caverna sin pensamientos, sin recuerdos furiosos. Pero él sólo amaba a lo que ya no volvería a existir nunca más.