jueves, 16 de junio de 2011

EL BRUTUS BAR


Sobre mis rodillas yacía un libro de Dylan Thomas. La punta de una página doblada marcaba el título de un poema:
 "Y ya la muerte no tendrá dominio".
Quizás su lectura, antes de quedarme dormido, había actuado induciendo mi pesadilla y el murmullo de frases impregnadas de inflexiones arcanas.
Era un sábado invernal y me hallaba en el apartamento de la playa que había convertido en mi hogar, aislado pero no lejos en exceso de la ruidosa ciudad. Desde mi refugio, ahora contemplaba una borrasca poco usual en esas latitudes que cargaba contra la costa los lomos alquitranados de una mar arbolada. Sin arredrarme por la ira de los elementos, resolví salir a tomar algo a un bar de copas muy cercano. Cualquier cosa antes que encerrarme en casa con el tenebroso embate de mi propio oleaje interno.
El local se llamaba Brutus Bar, y era uno de los pocos sitios de esparcimiento nocturno que no cerraba en ese periodo del año. Pretendía evadirme de mis obsesiones disfrutando de una bebida y charlando de naderías si me tropezaba con algún conocido. No descartaba tampoco la posible calidez de una agradable compañía femenina: los fines de semana concurrían allí turistas británicas y escandinavas, junto a residentes empleadas en el sector turístico que sobrevivía durante la temporada baja. De cualquier modo, lo último que deseaba era verme enmarañado en una relación complicada.
 Nunca había tenido suerte con las mujeres y con el tiempo logré aprender a encubrir mis sentimientos. El problema no consistía en que me ignorasen. Mi fisonomía había gozado ya de mejores épocas, antes de erosionarse cruzando los enfurecidos desiertos de Asia Central,  los temporales del mar de Bransfield o las arenas de Khana, pero aún conservaba el suficiente atractivo físico para entablar relaciones a corta distancia  con el sexo opuesto sin sentirme inseguro. Sin duda, mi carácter circunspecto y taciturno no era el mejor aliado para facilitar los tratos superficiales, pero tampoco constituía la raíz de mis conflictos.
El problema era otro: por razones fuera de mi comprensión, a menudo me veía enredado con mujeres que, tarde o temprano, me atrapaban en alguna turbulenta vertiente de su personalidad o exhibían los estigmas de un pasado tortuoso que terminaba por involucrarme.


La sala del Brutus Bar no era demasiado espaciosa. Tras acceder a ella, lo primero que se distinguía era una barra diseñada como una larga “Z” donde estaban dispuestos numerosos conjuntos de velas repartidos al azar y dos candelabros metálicos con altas espigas. Las paredes, de un inclasificable marrón, lucían con escasa originalidad adornos y dibujos según las estaciones y festividades del año: hojas marchitas en otoño, olas y soles en verano, brujas  de Halloween, motivos navideños... Unas cuantas mesas circulares, estrechas y elevadas, y un tarima para bailar –aunque todo el mundo bailaba donde le apetecía– completaban el decorado. El local formaba parte de una cadena de sitios de copas y música actual establecidos en grandes ciudades y puntos de la costa. De hecho , Héctor, el DJ,  se había trasladado desde el Kraken de Madrid hasta este bar mucho más modesto. En este ambiente más tranquilo, Héctor planeaba tener tiempo e inspiración para editar una colección de remixes de música electrónica que por fin le lanzara a la fama.


 Cuando franqueé la entrada del local, el DJ había apurado la panoplia de éxitos comerciales y emprendía un nuevo rumbo sonoro con un clásico de Antoine Clamaran: When The Sun Goes Down.
Una vez provisto de una copa de vodka helado, me acomodé con indolencia en una esquina de la barra. Luchando por imponerme a la apatía, observé al público que saturaba el Brutus  ajeno la hostilidad de la noche. Mis pupilas se dilataban con lentitud en respuesta a la penumbra, quebrada por las llamas de las velas y los flashes de luces giratorias anaranjadas y violetas que se reflejaban en una esfera de espejos. Al cambiar de postura, me fijé en una joven a mi lado ─quizás despegada de un grupo de otras chicas que bailaban cercanas─ bamboleando con la cadencia de la música una cabellera teñida de relumbrante rubio y las generosas hechuras de unas curvas bien organizadas. Mi interés se avivó al notar que me obsequiaba con repetidas miradas y una sonrisa que, digámoslo así, interpreté como signos de buena predisposición. 


 Casi en el acto, me barrió la espalda una corriente gélida, como el hálito de una aparición liberada de ultratumba, y el hormigueo de cientos de minúsculos alfilerazos se instaló en mi nuca. Espoleado por el instinto, me palpé la parte posterior del cuello, sin apreciar nada anormal, y me di la vuelta con brusquedad. A poca distancia, se materializó, hilvanado con el vaho de la semioscuridad, el contorno borroso pero familiar de otra mujer. La silueta adquirió un balanceo sinuoso con las vibraciones más suaves de la música que ahora pinchaba Héctor, y repentinamente una imagen más definida me vino a la memoria: esa estampa, de melena negra con brillos azulados, estilizada silueta de monitora de fitness y un rictus adusto, casi agresivo, correspondía a una extravagante rumana –según me había cuchicheado Héctor– que había visto allí en alguna otra ocasión. Vestía un pantalón vaquero que no alcanzaba las caderas, ajustado con primor a su anatomía, y un top de tirantes color carbón. Al darse la vuelta, ensimismada en su incitante danza, distinguí un llamativo tatuaje de exóticos pétalos, situado justo donde la espalda diluye su frontera.


Las velas derramaban minúsculas lenguas de cera, anunciando que el tiempo se extinguía y con ello mis oportunidades de pasar el resto de la velada bien acompañado. Tenía que elegir sin dilación: la rubia metidita en carnes y risueña o la rumana escultural y sombría. Nunca me han gustado las cosas demasiado fáciles, así que me arriesgué con la rumana.
Ése fue mi  primer error de la noche.



miércoles, 1 de junio de 2011

LA VOZ DE LA OSCURIDAD


El viento de los ciento veinte días que arañaba como un monstruo colérico las llanuras desoladas de Afganistán nos había concedido un reposo pero no la paz. Todo el interior del hospital de campaña estaba recubierto por un homogéneo envoltorio escarlata producido por el polvo del desierto que se filtraba incontenible. El área de críticos, resguardado por una doble compuerta, gozaba de una relativo amparo y los equipos e instrumental estaban más preservados, aunque no impolutos.
-    Entonces, ¿qué hacemos con el afgano herido? –preguntó Alfonso, mi colega.
-    Vamos a ver… –dije, terminando de administrar tres milígramos intravenosos de morfina a otro paciente para concentrarme en la víctima vestida con uniforme del Ejército Afgano–. El muñón no termina de sangrar, respira cada vez con más debilidad y está inconsciente.
-    Son los efectos del shock –hizo notar Alfonso.
-    ¿Tiene sangre en los oídos?
-    Sí.
-    Ha sufrido un traumatismo craneoencefálico por la onda expansiva.
Mi ayudante se quitó la guerrera, cubierta también de polvo, y la arrojó con desgana sobre una camilla vacía.
-    ¿Entonces? –insistió.
-    Hay que tratar primero lo que mata primero. Vamos a intubarle, vamos a revisar el vendaje compresivo del muñón y vamos a rezar a Dios, o a Alá, como prefieras, para que nos manden el dichoso helicóptero. Por ese orden.
-    ¡Hay otra opción! – terció Rachel, la médico militar canadiense, irrumpiendo en el recinto.
-    No hay más soluciones, Rachel  –rebatí–. Además, tú no puedes opinar.
-    ¿Por qué? –preguntó ella.
-    Porque estás muerta.
Varios coágulos de sangre estaban prendidos a sus cabellos rubios y en el cuello manaba la hemorragia pulsátil, a través de una herida provocada por metralla, que le había quitado la vida dos semanas antes.
-    Estaré muerta, mi querido teniente coronel, pero todavía existo.
 

Volvió a soplar el viento negro. Después, un resplandor atravesó mis párpados cerrados, y, tras él, me alcanzó la voz:
“No todo lo que ha muerto desaparece, ni todo nuestro pasado se disuelve. Algunas cosas permanecen entre mundos que no sospechamos, en las fibras de sueños suspendidos entre vidas, entre mareas de memorias inalcanzables. Y, en ocasiones, muy de tarde en tarde, regresan con otras apariencias, o como fragmentos de una energía que nunca llegó a desvanecerse por completo”.

Primero fue un fulgor en el cielo nocturno. Y luego el estruendo –haciendo trepidar las ventanas de la habitación orientada hacia el mar donde me encontraba–, lo que acabó por despertarme. Recostado en una confortable butaca, el enigmático mensaje había venido transportado hasta mis sueños por los ecos del trueno. Con un fugaz temblor, terminé de ahuyentar la somnolencia que aún me invadía mientras los timbres de aquella voz de oráculo se disipaban en el túnel de una bruma oscura y ácida.
La voz.
La misma voz que desde hacía largos años era un coro recurrente en mis ensoñaciones más perturbadoras y dolorosas.