domingo, 23 de octubre de 2011

DOS HORAS Y QUINCE MINUTOS


Cada cierto tiempo me cruzo con mujeres extrañas, mujeres con rostro de niebla, sin facciones de las que pueda conjeturarse una edad. Y, por lo general, el encuentro presagia  que algo inusual va a suceder.
Eso es lo que me ocurrió saliendo del Metro de Nuevos Ministerios. Eran las diez menos cuarto de un sábado por la noche  y los largos corredores que conducían al exterior estaban casi desiertos.  Había decidido picar algo de comer en cualquier sitio y tomar después una copa en el Luna Morena. El Metro era una excelente opción para desplazarme por Madrid sin tener que preocuparme de aparcar el coche o de los controles de alcoholemia. Mis pensamientos inevitablemente revoloteaban como polillas alrededor de los recuerdos cuando,  en ese preciso momento, ella se cruzó en mi camino.

-    Perdona −me preguntó la mujer, bloqueándome el paso casi con brusquedad−, ¿sabes cuál es la salida para  la calle Virgen de los Peligros?

Era bonita, y la chaquetilla corta  y los vaqueros que vestía se ceñían con aplicación a su talle  delgado. En la máscara de porcelana de su rostro destelló una mirada que revelaba un conocimiento ajeno a nuestras vidas cotidianas.

-    Creo que te has ido muy lejos de estación, me suena al centro, a la Gran vía, y aquí estamos en la otra punta.
-    Ya veo. ¿Sabes qué línea tengo que coger?
-    Lo siento, no tengo ni idea.
-    ¿Seguro que por aquí no se sale a la Virgen de los Peligros?
-    No, no. Eso seguro que no, por aquí sales a la Castellana.
-    No sé. Soy de fuera.
-    Mira, lo mejor es que busques en el plano del Metro, o, si continuas por allí, encontrarás una ventanilla donde puedes preguntar. Yo no sé decirte, lo siento.
-    Vale, gracias.

La mujer permaneció en el mismo sitio, sin despegar los labios, como quien no ha dado por concluida una conversación y aguarda la última respuesta.

-    Lo siento, pero no puedo ayudarte  más –insistí−. Tengo que irme.
-    Sí, vas a llegar tarde –sentenció ella.

¿Tarde? Apenas me habría detenido dos o tres minutos. Además, ¿tarde para qué? ¿Para quién?
Finalmente, la mujer con el rostro de niebla se dio la vuelta y se alejó por un pasillo donde alguien había escrito “No risk, no glory” (“Si no arriesgas, no ganas”).
Por un instante,  tuve la sensación de encontrarme desorientado, pero en seguida me fijé en el cartel que indicaba mi salida, justo debajo de un gran reloj digital con el anuncio de una famosa marca de prendas deportivas.  Todo estaba en orden excepto un detalle: la hora que marcaba el reloj digital. Hice la comprobación con mi reloj de pulsera y el corazón me dio un vuelco: medianoche en punto. Habían transcurrido dos horas y quince minutos
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