lunes, 27 de febrero de 2012

LA MARIPOSA NEGRA: LAS PUERTAS DE LA DOMINACION (y 2)

Así fue como, a raíz de aquella tragedia, abrí un resquicio en mi existencia solitaria para tomar una mano amiga con la que recorrería los recodos luminosos y sombríos de los años siguientes.
Ahora paseábamos juntos por el muelle. Todavía quedaba tiempo antes de reunirnos con sus amigos para ir a cenar, de modo que propuse ir a un pequeño bar ubicado en una zona poco transitada del casco antiguo.
No se podía decir que el bar Orán fuera uno de esos sitios de diseño que tanto apasionaban a Mónica, y ya estaba preparado para recibir sus protestas.
-    Oye, JM, ¿me has traído aposta al bar más cutre de la ciudad?
-    No es muy elegante, desde luego –repuse con seriedad, aunque riéndome para mis adentros– pero sirven el mejor té con yerbabuena de la región.
-    Pues estará buenísimo ese brebaje, pero el cubata está asqueroso –manifestó Mónica con una expresión de repugnancia.
-    Siento que no haya ninguna de las marcas de ginebra que te gustan.
-    Una cosa es que no tengan Bombay Sapphire  y otra que te pongan “Gin Marios”. Estoy segura de que el  dueño lo destila en la trastienda con pis de gato.
-    No seas exagerada – dije, haciéndome el inocente–. Hay sitios peores.
-    Eso lo dirás tú, que has estado en los garitos más infames del culo del mundo. Y, claro, luego no sabes tratar a una chica con clase… –concluyó Mónica con afectado tono de indignación.
Algunos de los clientes eran magrebíes, pero había también un nutrido grupo de locales. Todos estaban absortos frente a una pantalla gigante de televisión donde retransmitían un partido de la pretemporada de fútbol.  Con ese poderoso imán, nadie nos prestaba atención. Ni tampoco a una mujer  que se encontraba sola en el otro extremo de la barra. El encuentro debía de estar al rojo vivo, porque en otras circunstancias hubiera atraído el interés ferviente del público masculino que se agolpaba en el bar. Tendría unos treinta y tantos años, apariencia extranjera, seguramente eslava o nórdica, y tanto su cuerpo como su rostro descollaban por su perfección y atractivo. Todo era tan armónico y delicado que parecía la representación de una protagonista de videojuego. Todo menos sus ojos: ambarinos, casi traslúcidos, sin proyectar la más mínima expresividad o emoción.  Acusé  la descarga de su mirada muerta rastreando mis pupilas y una punzada de dolor se instaló entre  mis sienes. Mi visión se enturbió y percibí una especie de aura sucia y grisácea a su alrededor. Donde antes estaban los globos oculares, ahora surgían cuencas vacías fulgurando como hogueras. De modo oportuno, Mónica colocó su rostro frente al mío y me  arrancó de aquella situación hipnótica.
-    Eh, cariño. Hemos quedado para dar una vuelta juntos, no para que intentes  ligar con la primera que se te pone a tiro.
-    Perdona –dije suspirando–, estaba distraído. Me he puesto a imaginar, quiero decir a pensar, en cosas raras. Sí, será mejor que salgamos ya o llegaremos tarde al restaurante donde están tus amigos.
La ciudad tenía el tamaño idóneo para no carecer de buenos servicios y lugares de ocio y, sin embargo, permitir el acceso a la mayoría de ellos a pie. Caminamos amparados por la luz de unas nuevas farolas que pendían de dobles ganchos, diseñadas para emitir menor contaminación lumínica. Pese a todo, la luz me irritaba tanto como si estuviera mirando al sol del mediodía y me obligaba a entornar los párpados. Sentía, además, en mi espalda la pulsación amenazante de la mujer, o lo que quiera que fuese, con quien me había topado en el bar. Al detenernos en un cruce de peatones, cerré por un momento los ojos. Enseguida noté un tirón de mi brazo.
-    Despierta –profirió Mónica– .Vamos a cruzar. ¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras bien?
-    Estoy bien: una de esas migrañas pasajeras que me asaltan de vez en cuando.
-    ¿Seguro?, mira que te conozco. Si no te apetece salir conmigo…
-    Pues claro que sí, cielo –repuse, tratando de desplegar mi mejor sonrisa–, ya sabes que me encanta estar contigo.
-    Huuu, qué tierno. Entonces, ¿por qué cerrabas los ojos?
-    Como escribió Rilke: “Apaga mis ojos, y podre verte, cierra mis…”
-    Anda, calla ya –cortó sin ambages, tapando mis labios con sus dedos–, que conozco tus melosos trucos. Y yo no soy una de esas místicas poetas con las que chateas por internet.
-    En primer lugar –me defendí– yo no chateo. Y esas mujeres no son místicas como  tu las llamas, sino personas cultas y con sensibilidad, pero con los pies bien puestos en la tierra.
-    ¿Es que ahora me llamas inculta? –dijo, con aires de indignación.
-    Dejemos ya de discutir. Y más vale que nos demos prisa.
Mónica se encogió de hombros y apresuró el paso por delante de mí. La alcancé con un par de zancadas, me enganché a su brazo sin que protestara y seguimos adelante. Con ella, conseguía siempre que desaparecieran los nubarrones siniestros de mis inquietudes.
Cuando llegamos al restaurante, los amigos de Mónica nos estaban esperando en una mesa reservada. El clima de la velada transcurrió de forma agradable, sin que tuviera que hablar demasiado. Había temido tener que enfrentarme a alguna de las extravagantes compañías de mi amiga, pero se trataba de un grupo de colegas de trabajo que pasaron casi todo el rato comentando anécdotas y problemas de sus actividades como técnicos en turismo. Yo estaba hambriento y disfruté engullendo un regio plato de solomillo de buey al vino tinto. Después de cenar, visitamos un par de sitios de moda en una calle saturada de bares de copas y nuestros acompañantes  propusieron ir a una discoteca donde ese día pinchaba DJ El Porras, muy afamado en la localidad. No resultaba difícil adivinar que me aguardaría una velada de implacable tecno-trance, así que le comenté a Mónica que prefería volver a casa, pero ella insistió en acompañarme a cualquier otro lugar y se despidió de sus compañeros.
Nos encaminamos hacia el centro de la ciudad cruzando la explanada del campo de fútbol, donde los más jóvenes organizaban los botelleos durante los fines de semana. Desfilamos junto a un coche con las puertas abiertas que emitía “Johny, la gente está muy loca” desde un potentísimo equipo de sonido. Pese a la mezcla de música a todo volumen, kalimocho y hormonas adolescentes, el ambiente  era sosegado, controlado. Había risotadas compulsivas y el ocasional perfume característico del cannabis, pero nadie se metía en los asuntos de los otros. A decir verdad, aquella era una ciudad apacible y bastante segura, y los delitos con violencia eran infrecuentes. Sin embargo, de nuevo percibí  la existencia de una anomalía en el ambiente; un olor agrio me azotó  y la atmósfera se tornó lúgubre y viciada, como si se abrieran las puertas de la dominación de un mundo maldito. A poca distancia, sentada al  lado de un poste, con la cabeza escondida entre los brazos que se apoyaban sobre las rodillas flexionadas, reposaba la extraña mujer de halo aterrador que había visto en el bar Orán y cuya proximidad había percibido circundándome toda la noche. Levantó un poco la cabeza y nos miró con  esos ojos que parecían alimentados por llamas infernales. De improviso,  el comportamiento de los jóvenes cambió de modo drástico, tornándose hiperactivos, profiriendo chillidos incoherentes y arrojando botellas contra el suelo. Comenzaron a meterse con Mónica y conmigo:
-    ¡Eh, tú, tía buena, deja a ese pringado y vente a nuestra fiesta! –vociferaron a la vez que representaban gestos obscenos.
Estuve a punto de dirigirme hacia ellos, pero Mónica me detuvo.
-    Déjalo –dijo, tirando de mí–. No hagas caso. No sé qué le pasa hoy a esta gente, se comportan como si se hubieran puesto ciegos de farlopa.
Aceleramos el paso y salimos pronto de la zona para entrar en una avenida bien iluminada. El alboroto se fue apagando y nuestro entorno recobró la calma acostumbrada.
-    Acompáñame un momento a ese cajero –dijo mi amiga, señalando una caja de ahorros próxima–. Voy a sacar dinero.
-    ¿Para qué? No lo necesitas conmigo. Y si te hace falta para alguna cosa, te lo presto.
-    Vamos, es un momento –insistió Mónica, decidida–. Me gusta organizarme yo solita.
Al pasar, me fijé en un hombre de aspecto desarrapado y sucio que yacía tendido sobre un banco de madera. Muy cerca, un envase de cartón esparcía sobre las baldosas el resto de un vino barato. Parecía inofensivo, así que seguimos hasta el cajero automático. Mientras Mónica introducía la tarjeta, miré hacia atrás y otra vez me encontré con la maligna figura de la mujer que nos estaba acosando.
Miyamoto Musashi describe la técnica “Mover la Sombra” como una táctica cuando no se puede descubrir  las intenciones del enemigo: finge que vas a atacar con ímpetu  para revelar sus propósitos.
No dudé en esta ocasión.
Me desplacé con celeridad hasta nuestra perseguidora. A decir verdad, esperaba, de un modo irracional en su totalidad, que desapareciera de repente en el aire, como correspondería a la aparición fantasmal que representaba. Pero aquel ser permaneció afianzado en su sitio y hasta se permitió asomar una heladora sonrisa. Su cercanía me provocaba emociones contradictorias: por una parte, sus rasgos resucitaban el ímpetu de un recuerdo impenetrable que me provocaba fascinación y  deseo; por otra, la emanación de una naturaleza deliberadamente pervertida y maléfica me suscitaba desasosiego y repulsión.
-    ¿Se pude saber qué quieres? ¿Quién eres? –acerté a balbucear sin llegar a tocarla.
Antes de que pudiera recibir una respuesta, escuché la voz de Mónica gritando mi nombre. Me di la vuelta y descubrí al andrajoso vagabundo, que hasta hacía un momento estaba sumido en su abismo etílico, plantado frente a mi amiga. Retorné sin dilación interponiéndome entre los dos.
-    Qué pasa, tío –profirió con un habla pastosa– La chorba esa, la rubia, me ha despertado de golpe y me ha dicho que ésta –dijo, señalando a Mónica–  me daría algo de pasta.
-    Aquí no hay nada que darte –repliqué secamente–. Quítate de en medio.
-    Vamos, tío, que estáis forrados –persistió elevando la voz, que adquiría un tono de agresividad.
El individuo me asió de un brazo mientras me arrimaba la cara arrojándome un nauseabundo aliento a vino rancio. Giré a mi vez el brazo que me mantenía sujeto y presioné con el dedo índice en un hueco alojado justo encima de la articulación del codo. De inmediato, su mano se quedó paralizada en un espasmo y me solté de su agarre. Cogí a Mónica por la cintura y nos alejamos mientras el hombre pugnaba por abrir y cerrar los dedos con un gesto de dolor.
-    ¿Qué ha pasado, JM? ¿Por qué se le ha agarrotado el brazo? –preguntó Mónica entre resuellos.
-    No lo sé –mentí–. Le habrá dado un calambre, ya se le pasará. Vámonos de aquí.
-    Qué raro. Conozco a ese mendigo. Suele dormir en uno de los bancos del paseo y jamás le he visto meterse con nadie.
-    Sí, es raro.


Ahora, para continuar con lo de instruir deleitando (musicalmente) un poco de dubstep, para el que resista ese género, música electrónica como pura dinamita pa los pollos.

domingo, 19 de febrero de 2012

LA MARIPOSA NEGRA: LAS PUERTAS DE LA DOMINACION (1)

Cuando llegó la hora de mi cita con  Mónica, la noche decidió arroparse con las vestimentas de  lo extraño.
Al salir del aparcamiento subterráneo frente a la Dársena Norte, me detuve encandilado por la bóveda del firmamento, rasgada sin reposo por los cauces encendidos de una lluvia de estrellas fugaces: era la fecha de las Perseidas, más conocidas como las Lágrimas de San Lorenzo.  Algunos meteoros se precipitaban en el escenario nocturno con una estela  opalescente  y otros trazaban surcos azafranados casi horizontales. A veces, en mi imaginación alterada por los acontecimientos  pasados, se asemejaban a  globos de fuego celeste celebrando una danza lenta y efímera.
Todavía resonaba en mi mente la tormentosa voz de Diamanda Galas que había estado escuchando en el coche:
        “Sex is violent,
          Sex is violent,
          Sex is violent”
Respiré hondo, me froté los párpados y descendí hacia un espacio más inmediato y tangible: Mónica me esperaba cerca de allí, junto al monumento a la batalla de Guad-el-Jelú. Conforme me acercaba, podía distinguir su silueta de suaves redondeces, su melena rizada color dorado, sus gestos vivarachos, y los vaqueros claros en pitillo que ponían de relieve sus sugerentes prominencias traseras. Recordé las circunstancias en que nos habíamos concido. Nadie nos había presentado. Coincidimos en una de esas trenzas del pasadizo de la vida en que lo inesperado une a dos viajeros que, de otra forma, pasarían de largo mirándose con la sospecha de haberse encontrado en un borroso pasado.


 Al comienzo de la época veraniega, antes de ocupar el domicilio actual, tomé la costumbre de pasar las tardes en una playa llamada Los Limejos, que distaba pocos kilómetros de mi lugar de trabajo. Las arenas sedosas cercaban un lago de aguas marinas, mansas y transparentes: un lugar perfecto para relajarse.  Con frecuencia descubría a Mónica ya tumbada al lado de donde yo solía  situarme. Nos limitábamos a un cortés saludo o a una sonrisa de tácita complicidad. Ignoraba si ella recordaba que yo la había visto con anterioridad durante un certamen de pintura, clavada delante del cuadro que exponía con el título de “Tonto con perro y fondo negro”. La obra no carecía de algún mérito, en particular por la mirada inteligente del animal en comparación con la vacuidad de la del hombre (más tarde sabría que era un retrato del ex marido y su mascota), pero no suscitó demasiado entusiasmo en el jurado. En cualquier caso, por entonces, ni ella ni yo atravesábamos una fase proclive a establecer nuevas relaciones personales.
No lejos de la orilla, había una pequeña  tienda en una de las contadas casas de pescadores que aún se conservaba en pie entre los modernos edificios.  Ginesa, que sobrepasaba  la edad de su vetusta posesión, la había mantenido abierta cuando falleció su marido y aprovechaba los ingresos obtenidos con la afluencia del turismo estival para ir sobrellevando el resto del año. Yo mismo hacía casi todos los días alguna compra para la cena cuando me marchaba de la playa. La tarde en que Mónica y yo convergimos en el mismo arco del destino, sólo había otro cliente en la tienda, pero Ginesa movía sin descanso la palanca de la máquina de café.  El líquido oscuro iba llenando una gastada cacerola hasta que por fin alcanzó el borde.
-    ¿Alguna cosa más? –preguntó Ginesa.
-     Nada –respondió la clienta con sequedad-. Tome, cóbrese.
 La mujer que extendió el billete tenía el pelo recogido y estirado hacia atrás con pulcritud, y su piel, con una tersura de espejo deslustrado, podría haber correspondido por igual a cualquier edad. O a ninguna. Sus brazos no denotaron tensión al sujetar la cacerola y girarse para salir, pero su frágil figura vaticinaba que no podría mantener el peso mucho tiempo.
-     ¿Quiere que le ayude? –me brindé.
-     No, no se moleste –replicó dirigiéndose a la salida.
 Permanecí un segundo parado mientras la veía salir, componiendo una escena que se me antojaba del todo estrambótica. Enseguida decidí que insistiría en mi ofrecimiento y  corrí detrás de ella. No estaba fuera, aunque era imposible que hubiese andado tan deprisa sosteniendo la carga que llevaba.  En la arena quedaba un rastro de improntas producidas por un goteo reciente que conducían, junto con unas diminutas pisadas, al filo del agua. Miré de nuevo a mi alrededor, pero no conseguí descubrirla entre las numerosas personas que todavía atestaban la playa. Perplejo, volví  sobre mis propias huellas a la tienda.
-    Ginesa, ¿no te parece chocante esa mujer con una vieja cazuela repleta de café?
-    Tendrá invitados muy cafeteros. Y a lo mejor la ʹpobreticaʹ no tenía otro cacharro donde ponerlo –resolvió  Ginesa, sin ánimo de secundar mi interrogante-. ¿Qué te vas a llevar? –añadió, centrándose en lo que le interesaba-. Tengo ʹpastel de La Ciervaʹ muy rico, es del día.
-    Ya sabes que no me hace mucha gracia. Prefiero otra cosa... ¿Tienes de esas empanadas de espinacas?
-    ¿Qué? No te entiendo con el bullicio de ese avión.
En un extremo del lago, casi en sus límites, existía un pequeño aeropuerto que era utilizado como auxiliar del principal, situado en el centro de la región, y servía de terminal para pequeños aviones de hélice que transportaban sobre todo turistas alemanes e ingleses.
-    El sonido de esos motores no es normal -murmuré, preocupado.
-    ¡Ca, todos hacen el mismo ruido!
-    Que no, Ginesa. He pasado muchos años viajando en peores trastos que esos y te digo…
 La cabeza me retumbó como si el estrépito surgiera del interior de mi cráneo y un huracán de tinieblas palpitantes atravesó mi campo visual con la velocidad de un relámpago.
-    ¿Estás bien, hijo?
-    Va a suceder algo, voy afuera.
 Ginesa se quedó mirándome sin entender nada y, ya en el exterior, distinguí al avión que estaba realizando una maniobra abrupta de aterrizaje. El aparato tocó tierra, rebotó en la pista y salió disparado hacia la zona del mar donde los bañistas retozaban despreocupados. Por fortuna, tras deslizarse un corto trayecto por la superficie, se detuvo a unos cien metros de la orilla. Las aguas del lago en aquella parte se caracterizaban por su escasa profundidad, apenas sobrepasaban el metro y medio, y el fondo era fangoso, lo que había contribuido a neutralizar la inercia del aparato. Tras la alarma inicial, la mayoría del público que se encontraba bañando huyó precipitadamente hacia tierra, mientras que unos pocos decidieron aproximarse con cautela al lugar de la catástrofe. Entretanto, yo había telefoneado ya al número de emergencias y salía disparado para intentar auxiliar a las posibles víctimas. Y, en efecto, algunas personas, aturdidas y vacilantes,  comenzaron a surgir de una puerta. En mi carrera dentro del agua casi choqué con Mónica, que iba en la misma dirección.  Los accidentados que habían logrado escapar llegaron a nuestra altura y fueron socorridos por otros improvisados voluntarios que los condujeron hasta la playa. Mónica permanecía a mi lado.
-    Vete con ellos y ayúdales –ordené.
-    ¿Y tú dónde vas?
-    Voy a mirar si queda algún pasajero herido.
-    Voy contigo –respondió  Mónica con resolución.
En ese momento, apareció el piloto que, colocando las manos en torno a la boca a modo de bocina, gritó lo que creímos entender como: “¡No hay peligro! ¡Vengan aquí!”. Y prosiguió haciendo señas para que nos acercásemos.
Sin embargo, desde nuestro punto de observación podía ver con claridad un hilo de humo denso que escapaba de uno de los motores.
 Un instante después se produjo la explosión.
 El tiempo se paralizó ante mi vista y distinguí cómo inexorablemente un trozo de fuselaje avanzaba girando en el aire con letal resplandor hacia donde Mónica y yo estábamos emplazados.  No era, por desgracia, la primera vez en la que me veía amenazado por una deflagración. De inmediato, apresé la cabellera de Mónica y la tiré de espaldas sin miramientos. Continué arrastrándola mientras trataba de alcanzar el fondo grumoso con la mayor rapidez.  El metal pasó hendiendo el agua con un macabro silbido a escasos centímetros por encima de nosotros.
-    ¡Ay! Podías haberme avisado antes. –protestó Mónica después de salir a la superficie entre toses y masajeándose la nuca.
-    Entonces estarías muerta –dije por respuesta.
Reparó atónita en el fragmento de la aeronave que brillaba incrustado en el fondo un poco más atrás.
-    Supongo que sí. Creo que te debo la vida. Gracias.
-    Hemos tenido suerte.
-    A propósito, me llamo Mónica.
-    Lo sé. A mí me llaman JM.


Un poco del mejor Deep House, para soñar.

domingo, 12 de febrero de 2012

LA MARIPOSA NEGRA: LA VISION (1)


Los tonos vibrantes de la música electrónica saltaron en el silencio como un gemido de ultratumba. El equipo de alta fidelidad conectado al Ipod había pasado de las notas de Rachmaninov al ritmo sensual del Deep House.  Me encontraba inmerso en una sensación de aturdimiento y derrota desde que Rima, de modo tan inexplicable como abrupto, había abandonado mi casa.
Aunque no recordaba haber apagado la luz, la penumbra dominaba la habitación salvo por las tímidas agujas de fuego que todavía aupaban algunas velas. Un zumbido restalló tenaz en mi cabeza. Entreabrí los ojos, alertado por un fulgor que penetraba en mis párpados. A mi alrededor, miles de puntos fosforescentes iniciaron una danza. La oscuridad ardiente y el chirrido que retumbaba en mi cerebro cesaron de golpe y, enseguida, intuí la compañía de una sigilosa aparición. En la terraza, la emanación nocturna de una silueta adquiría un contorno femenino, cubierto por enlutadas gasas que sólo consentían mostrar la claridad turbadora de unos ojos azulados y algunos bucles de nebuloso cabello rubio. Intenté incorporarme, pero me sentí presa de una laxitud insalvable, de una parálisis singularmente dulce y serena. La visión traspasó el umbral de las cristaleras y se situó frente a mí. Parte del velo que ocultaba su rostro resbaló y pude distinguir cómo sus labios  comenzaban a separarse hasta que desplegaron dos palabras: “Ismabalak, ¿recuerdas?”.
La voz. De nuevo, brotando con la inflexión del onírico mensaje que aún me obsesionaba después de varios meses.
La voz.  Esperada, reconocida, resurgiendo desde los abismos de una memoria primitiva. 

Fue la llamarada de una estrella rozando la tierra y la revelación de un testimonio plagado de escenas que alumbraban a hombres enfundados en armaduras, blandiendo la cólera sin límite de sus espadas mientras ascendían la rampa que conducía a la entrada de un templo. Se decía que la construcción era una réplica, en dimensiones reducidas, de otro templo levantado cerca de Uruk, ciudad de la antigua Sumeria desaparecida hacía muchos siglos. Pero, a diferencia del gran templo mesopotámico, este edificio sagrado era casi desconocido, no se sabía de dios o dioses a los que estuviese dedicado, y las sucesivas religiones imperantes en la región habían respetado su existencia.
 A través de las puertas forzadas, el sol de un desierto remoto invadió la cámara interior haciendo brillar los mosaicos color índigo. No avistamos altares ni estatuas, pero las paredes estaban decoradas con signos de un lenguaje oscuro y con esbeltos relieves que parecían representar constelaciones ignotas o, acaso, perfiles de insectos gigantescos y translúcidos. Un puñado de sacerdotisas, arropadas en sus túnicas negras, permanecían inmóviles, sumidas en arcanos ritos ofrendados a una fuerza primigenia, a un estado donde el tiempo, el universo, los ángeles y las criaturas materiales eran todavía el sueño de Dios.
 Los guerreros avanzaban ondeando sus vestidos blancos, mancillados de salpicaduras y coágulos de sangre reseca, que cobraban la apariencia de mortajas anunciadoras de una muerte segura. Yo era uno de aquellos instrumentos de la aniquilación. Mi nombre era Richard, y en mi escudo, junto a una larga cruz de extremos en punta de lanza, destacaba el emblema de mi linaje: la mitad de una rosa blanca. Ebrios por el fanatismo, no pensábamos en el horror  de la matanza inminente, sin combate, sin honor. Donde sólo había una comunidad de doncellas devotas de un culto inofensivo en armonía con los elementos de la naturaleza, percibíamos, inmersos en la superstición y el adoctrinamiento infundidos por nuestros maestros religiosos, una horda de temibles y maléficas encarnaciones demoníacas entregadas a los rituales más abyectos y brutales.
 Entonces, la descubrí: la misma mujer cuya etérea silueta  se manifestaba a través de mis sueños se hallaba recostada en una columna bajo el chisporroteo agónico de una antorcha. Su mirada se fundió con la mía transmitiendo compasión y paz ante su final, en lugar del odio y la malignidad que habría esperado recibir.  “Mátame rápido, soldado”, dijo en una lengua que acerté a comprender. Me desprendí del amplio escudo, aferré  con las dos manos la empuñadura forrada de cuero y balanceé  la espada, disipando las tinieblas de un imaginario hechizo. Sostuve con tensión el peso de la hoja letal en alto, dispuesta para cercenar de un tajo el cuello pálido y virginal que se insinuaba bajo el velo. Sin embargo, descendí el arma hasta que el filo tocó el suelo de piedra caliza, y extendí mis dedos enguantados hacia la cascada  dorada de sus cabellos. La sensación de una fuerza íntima, pura, hermanada a la savia de mi propia alma, traspasó el metal del guantelete.

En mi habitación, la aparición persistía, estática, entre mundos. ¿Cuánto tiempo estaba transcurriendo? ¿Segundos, horas, vidas? Su mirada destapaba un hospicio de búsquedas ocultas, de sentimientos que habían perdurado dormidos por ciclos y en ese momento estallaban.
Los recuerdos rescatados desde torres olvidadas donde habían yacido los corazones de los amantes me hirieron de nuevo.

El olor de la sangre, los gritos de las víctimas, secos como cristales despeñados, el sudor que emanaba de aquella caldera homicida, nos circundaban. Ella, abandonada ya al péndulo inmediato de la muerte, se inclinó hacia delante contemplando mis brazos caídos y se desplomó semiinconsciente sobre el peto que protegía mi pecho. Al instante, supe que su salvación sería mi salvación, que los granos de aquel acto me sacudirían por toda la eternidad, si acaso fuera cierto que existía algo detrás de las tierras oscuras.
La tropa se percató pronto de que las mujeres no se transmutaban en entes del Averno, ni respondían a sus agresiones con ninguna suerte de encantamientos. Si se trataba de brujas –pensaron–, sus sortilegios habrían quedado petrificados ante el poder de su fe y, ahora, en su forma simplemente humana, se les antojaban harto seductoras. Los impulsos criminales quedaron postergados y una ola de lascivia les poseyó. Mis compañeros de armas desfilaron rozándome y soltando risotadas que sonaban henchidas de dominio y concupiscencia. Disimulé, para ganar tiempo, rasgando la tela de mi sacerdotisa, y al quedar su hombro desnudo advertí un tatuaje que simbolizaba una extraña mariposa negra.  Envainé la espada, recogí mi escudo y, con rapidez, resguardé aquel cuerpo exánime estrechándolo contra mi torso.
 Poco a poco nos fuimos deslizando entre las vetas del caos, la orgía y la masacre hasta alcanzar el exterior del templo. Sin ser sorprendidos, la acomodé sobre la montura de mi caballo y, sujetándola con firmeza, dejamos atrás las guadañas, sumergidos en los reflejos de la arena que nos abría la orilla de un cáliz infinito donde el amor nunca expira.

“¿Recuerdas, Ismabalak?” -volvió a repetir la aparición en mi apartamento, con su tono ahora tan familiar.





Me puede volver loco, pero loco, esta versión deep house del tema Rain Down Love. Mmmm, para bailar a oscuras, sólo la luz de la luna y una dulce compañía.
 

domingo, 5 de febrero de 2012

LA MARIPOSA NEGRA: VINCULOS OSCUROS (y 2)

-    ¿Quién? –pregunté con la esperanza de que fuera una equivocación.   
-     ¡Abre, pasmarote, soy Mónica!
-    Mónica –repetí, tragando saliva –. Pensé que ya estabas en tu casa.
-    Necesito una receta.
-    Mañana te la doy – probé.
-    Necesito un calmante ya. El cuello me está matando y no voy a pegar ojo.
-    Toma paracetamol.
-    No me calma nada. ¡Quieres abrir! No voy a espantarme ahora de verte en pijama y zapatillas.
-    De acuerdo –cedí ante lo inevitable, y presione el botón de apertura del portal.
Mónica surgió del ascensor como un animal enfurecido.
-    Dame algo fuerte –me espetó, sin más preámbulo–. Mañana tengo que enseñar las ruinas romanas a unos turistas alemanes y no puedo mover el cuello.
-    Ya te dije que podría ser muscular, pero que convendría hacerte una resonancia. En fin, vamos. Te haré una receta. Por cierto –comenté, como de pasada, mientras entrábamos en el salón–, tengo una visita. Mónica, te presento a Rima. Rima, Mónica.
Las dos mujeres se miraron como gladiadores en la arena antes de entrar en combate. No hicieron ningún intento de saludarse. El silencio enrarecía el ambiente y adquiría la propiedad de un gas tóxico.
-    Mónica es mi mejor amiga –dije, adulador, para aliviar la tensión–. Rima  –continué con las presentaciones– es rumana, pero vive aquí. Nos conocimos en el Brutus.
-    Ahora entiendo que no quieras salir de casa… –soltó Mónica.
-    No digas tonterías. Ha venido por una consulta.
-    ¿A estas horas? –vociferó, sin dejar de observar a la rumana.
Estuve a punto de replicar “Igual que tú”, pero me percaté de mi impertinencia. Al fin y al cabo, el afecto que sentíamos el uno por el otro era sólido y profundo, aunque respetando la mutua libertad.  Como algo premonitorio, nuestra amistad había nacido mientras presenciábamos una catástrofe y ambos intentábamos auxiliar a las víctimas, aunque faltó poco para que nosotros mismos pereciésemos en ella. Mónica, que se había divorciado siendo todavía muy joven, trabajaba por entonces en una inmobiliaria y me animó a comprar un piso cerca de la misma zona donde ella residía. Más tarde, obtuvo su actual empleo como guía turística y los encuentros se distanciaron, pero nuestra complicidad se había mantenido íntegra a lo largo de los años.
-    Creo que te he visto alguna vez en el Brutus –intervino en ese momento Rima, dirigiéndose a mi amiga.
-    Es posible –confirmó Mónica–. Yo también creo que te he visto allí. Buitreando...
Noté una oleada de rubor y tomé la jarra de té que aún permanecía intacta. Comencé a beber, pero me atraganté con el primer sorbo.
-    ¿Qué es bu... butre... butreando?
-    Oh –tercié con rapidez, controlando la tos–. Quiere decir divertirse, pasar el rato. Mónica –dije, al tiempo que cogía mi maletín–, voy a darte la receta ahora mismo. ¿El ibuprofeno te alivia?
-    Sí, pero me iría mejor si me recetaras Adolonta.
-    De eso nada. Con el antiinflamatorio y un relajante antes de acostarte te bastará.
-    Si tú lo dices…
-    ¿Te apetece algo?
-    No. Voy a buscar una farmacia de guardia. Además, no quiero interrumpir la... consulta, a lo mejor necesita tratamiento urgente.
-    ¿Quieres que te lleve a la farmacia?
-    No, gracias. Tengo el coche abajo. Hasta luego, JM.
-    Adiós –profirió Rima.
-    Ya me marcho, guapa. Y súbete la cremallera del suéter, a ver si te enfrías con todo el canalillo al aire antes de que te ausculte el doctor.
-    Por favor, Mónica.
Posé mis manos en sus hombros y la conduje dócilmente hacia la salida
-    Acompaño a Mónica hasta el ascensor –me excusé con Rima.
Cuando alcanzamos el rellano, la hice girar y la sostuve entre mis brazos. El hueco de la escalera emanaba un olor rancio que no había percibido antes, un hedor mohoso exhalado por una cripta invisible. Mi amiga no dio muestras de advertirlo.
-    ¿Qué te pasa? –pregunté con ternura–. ¿Estás enfadada conmigo?
-    No. Es que no me gusta esa mujer. Me da mal rollo. 
-    Pero mira que eres...., ya te lo he dicho: aquí no pasa nada.
-    No, pero va a pasar.
-    Mónica, ya soy mayorcito.
-    No es de mi incumbencia, lo sé. Pero –continuó con los ojos humedecidos–, sabes de sobra lo que... significas para mí. Y me da rabia que te estrelles otra vez. Nunca aprendes. Parece mentira: todo lo que has vivido, el buen ojo que tienes como médico... y eres un negado con las mujeres. Siempre te la dan con queso.
-    No exageres, si acabo de conocerla.
Se apartó un poco de mí, extrajo un pañuelo de papel del bolso y se sonó sin discreción.
-    De acuerdo. No te entretengo más. Supongo que queda suspendida la salida que teníamos prevista.
-    ¿Por qué? En absoluto. Es una buena idea. Tú llámame unos días antes y quedamos.
-    ¿En serio?
-    En serio.
Me pasó un brazo por encima y estrechó su rostro contra el mío.
-    Si de verdad quieres encontrar a una mujer fuera de lo común –murmuró–, alguien especial para ti, yo te la presentaré. Pero te advierto: será igual que arrojarse a una tempestad, como aquellas del Mar de Brandsfield que me contabas.
-    No necesito a nadie, ya te tengo a ti para cuidarme –dije, mientras acariciaba su cabellera.
Mónica se separó sin brusquedad, se friccionó el cuello y dio un paso hacia atrás.
-    Anda, vete adentro –se despidió.
Al retornar al apartamento, me di cuenta de que la luz encima de la puerta parpadeaba con pulsos violetas. El edificio era bastante nuevo, pero ya despuntaban filtraciones y averías eléctricas. Tendría que avisar a la conserje.
En el interior, Rima seguía en el mismo lugar. Había apurado el té y la cucharilla estaba colocada horizontalmente sobre el borde de la taza.
-    ¿Qué te hace gracia? –me interrogó, advirtiendo un gesto divertido en mi rostro–. Ah, la cucharilla. Es una vieja manía.
 En sus manos sujetaba un desgastado libro cuyo título, en letras góticas, era Isis UnveiledIsis desvelada.
-    Helena Petrovna Blavatsky  –musitó distraída, retornado el volumen a su lugar.
-    Perteneció a mi tatarabuelo. Era muy aficionado a las cuestiones ocultistas.
-    ¿Y tú no? La daga, los libros... cualquiera diría que te apasionan esa clase de misterios.
-    Son recuerdos. O regalos. Los únicos enigmas que me incitan son los de la ciencia.
Suspiró, devolvió el libro a la estantería y dejó resbalar con calma sobre mí el resplandor enlutado de su mirada.
-    Creo que no le he caído bien a tu amiga –su voz brotó afligida.
-    Olvídalo. Es así de impulsiva, pero tiene también un gran corazón.
-    Te he traído algo, pensé que te haría ilusión –dijo, recuperando el entusiasmo.
-    ¿Para mí? No tenías por qué molestarte...
-    Es un CD. Dos horas de manele, una especie de flamenco rumano, con todos los éxitos de Adi de Vito.
-    Oh, vaya. Dos horas de manele. Qué detalle –exclamé, procurando enmascarar mi estupor.
-    Aquel día me dijiste que lo encontrabas muy animado.
-    Sí, sí, claro, me encanta. Vamos a ponerlo –propuse con disimulada resignación.
-    No, guárdalo. Deja la música que está sonando ahora.
-    Rachmaninov. ¿Te gusta la música clásica?
-    A veces. ¿Cómo se llama este tema?
-    Es un poema sinfónico: La Isla de los Muertos.
-    Es profundo, no sabría definirlo en español, pero el ritmo te lleva a un lugar desconocido dentro de ti, en paz, en paz...
Se aproximó despacio, deslizó una mano sobre mi hombro y pegó su rostro a mi oído mientras seguía susurrando “en paz, en paz” y luego un goteo de sílabas livianas que no entendí. Yo iba sumiéndome en un estado letárgico, casi hipnótico. El roce de sus labios me erizó la piel, mis pensamientos se desvanecían bajo la bóveda de su tacto, y maquinalmente me así a su cabellera mientras temía perder el equilibrio. Desabrochó el botón superior de mi camisa y bajó sus dedos clavando sus uñas afiladas y pintadas de negro en mi pecho. Sentí que el ardor de los pinchazos me barría todo el cuerpo y se transformaba en una inexplicable erupción de deseo. De repente, cuando todavía estaba despeñándome en un abismo de sensualidad y negación, me percaté de un repiqueteo que provenía del ventanal de la terraza, como un insospechado visitante que se hubiera materializado de súbito y estuviese  pidiendo entrada. Un estrépito más intenso me liberó de las brumas que me absorbían. Rima rompió su contacto, yo me di la vuelta, y ambos nos quedamos contemplando los cristales. Una sombra flotaba en su vuelo fantasmal y embestía obstinadamente contra el vidrio con latigazos sordos. Rima perdió el escaso color de su tez blanquecina y se estremeció de forma ostensible.
-    Está aquí. Y quiere entrar –susurró Rima.
-    ¿Quién? ¿Qué?
-    Ella. La Vista. La que ve a través de otros ojos –respondió con un notorio temblor en la voz–. ¿No ves esa mancha grande, esa mancha oscura y alargada tomando forma?
-    ¿Estás de broma? Lo único que veo es un pobre bicho perdido, el mismo que estaba rondando antes –aseguré.
Me constaba que Rima no era una persona fácil de atemorizar. No podía comprender que el incidente la hubiera alarmado de esa manera.
-    Tranquila, cielo, te estás poniendo nerviosa por algo sin importancia –dije con dulzura, procurando que recuperase la serenidad–. Será un pequeño murciélago desorientado, o tal vez un pájaro enfermo… Yo no veo ninguna mancha grande. Lo que tú has creído notar, no es más que un contraste de luces –argumenté
Rima ocultó el rostro entre las manos y se frotó los párpados con lentitud. Durante un instante pensé que estaba llorando.
-    Tengo que marcharme  –dijo al fin–. Tengo que irme ahora mismo.
-    Pero qué dices. ¿No te habrás asustado por esa tontería? Ven aquí conmigo.
Abrí mis brazos con actitud protectora para acogerla, pero ella se escabulló con un ágil movimiento y recogió su abrigo.
-    JM, esto ha sido una locura que no debí de haber buscado –dijo, dirigiéndose hacia la puerta–. Tu alma –continuó, sin que yo comprendiera de qué me estaba hablando– pertenece ya a otra persona.
-    Eh, espera, yo no pertenezco a nadie. ¿Quién te ha dicho eso?
-    No sé si me he expresado bien. Aunque tú no lo sepas aún, hay almas que están atadas desde el pasado.
Salió del apartamento y descendió directamente por la escalera con pasos precipitados. Me quedé paralizado, sin acertar a reaccionar ante su inesperada conducta. Desconfié de su cordura  por unos segundos, pero enseguida relacioné la desmedida respuesta con algún tipo de superstición rumana que yo ignoraba.
 Bajo la luna, la arena cobraba el color de la sangre coagulada, y con el retumbar de las olas llegó también el sonido vibrante de unas alas, como un silbido de serpientes rayando el cielo.
Me derrumbé abatido en un sillón y me fijé en el CD sobre la mesa: Adi de Vito exhibía una amplia sonrisa en la portada.
“Qué suerte la mía” –pensé.


Este video va dedicado a Morgana con todo mi cariño para que recobre toda su salud y energía muy pronto.