domingo, 23 de diciembre de 2012

FELIZ NAVIDAD


Felices Navidades!!! Os espero en el Brutus Bar con chupitos y polvorones.

domingo, 9 de diciembre de 2012

LA AFGANA

 

-    ¡Fóllatela!
  A veces sueño con el desierto. Y con huesos que se mecen en la arena como blancas constelaciones de despojos.
En las pesadillas, una voz viene de dentro. Una voz áspera, ciega, que no conoce tonos de compasión, que siega vidas.
  -    He dicho que te la folles. Aquí. Delante de todos.


Zandrak era un Lord of War, un Señor de la Guerra de Afganistán. Había combatido primero contra los rusos y ahora contra los talibanes. En teoría, un aliado de la ISAF, es decir, de las fuerzas de la OTAN desplegadas allí. En la realidad, un ser inmundo, un hijo de puta sanguinario al que lo único que le importaba era mantener sus cultivos de opio.


Después de la muerte de Rachel había abandonado el desierto para ir a España, pero al cabo del tiempo sentí que mi vida estaba completamente vacía y decidí regresar de nuevo a Afganistán. A vestir un uniforme del ejército y a colaborar con la misión humanitaria. Era un buen sitio para no pensar demasiado en la transcendencia o intranscendencia de estar vivo. Respirar, comer, andar, dormir…Y un día más, despertándose con el polvo rojo del desierto incrustado hasta en las más pequeñas arrugas de la cara.


Ahora estaba en el campamento de Zandrak, donde había sido enviado como oficial de enlace de OTAN y para procurar el reparto de medicamentos y otras provisiones. El Señor de la Guerra estaba contento con los suministros. Y para celebrarlo, pretendía que violara en público a Dhara. No se podía llamar de otro modo al resultado de coaccionarme para tener sexo con una jovencita.
Había tenido ocasión de observar a la chica cuando la trajeron al campamento y la bajaron a empellones de un camión. Antes de que la cubrieran con un burka, hubiera apostado  por su aspecto  que no pasaba más allá de los dieciséis.
Ese tipo de espectáculos formaban parte del particular sentido de humor del Señor de la Guerra.
Diversión, sadismo y venganza. Para esa gente, las mujeres no valían para nada que no fuera servir y complacer a sus amos.
Aquella chica, capturada en una aldea cerca de la frontera con Irán, añadía un particular motivo de desprecio: era una guerín, una mestiza, infame mezcla de una afgana y un occidental. Los rasgos de la joven delataban sus orígenes: facciones suaves en el rostro, pelo castaño, casi rubio,  y ojos claros como las aguas de un mar tropical.

-    ¿A qué estás esperando? ¿Es que vas a despreciar mi regalo? –insistió colérico Zandrak, el Señor de la Guerra.
-    Es sólo una niña –argumenté.
-    ¿Una niña? En mi pueblo a su edad ya son madre de dos o tres hijos.
-    Pues en mi pueblo, lo que tú pretendes es una barbaridad. Además, aunque fuera mayor, tampoco se puede hacer. Es un crimen, algo repulsivo. ¿No comprendes que es forzar la voluntad y la dignidad de una persona?
-    Lo que entiendo –dijo con manifiesto disgusto–  es que tú estás aquí para procurar que las relaciones entre la ISAF y yo se mantengan por un camino de amistosa colaboración.  Bueno para la OTAN y bueno para mí.
-    ¿Pero has perdido la cabeza, Zandrak? ¿Cómo se te ocurre proponerme algo semejante?
-    Escucha, español, esa chica es estiércol de camello. Fruto de una relación abominable para nosotros. Y debe recibir el castigo más apropiado. La bastarda debe ser poseída por un occidental como su madre. Pero si no estás dispuesto a cooperar…
-    ¿Qué?
-    No te pongas chulo, español. A ti no voy a tocarte. No sería bueno para los negocios provocar a las fuerzas de la OTAN. Pero de ella se encargarían mis hombres –amenazó, abriendo un amplio círculo con su brazo–. Y cuando se hubieran hartado de ella, se le aplicaría el castigo que manda nuestra tradición: será metida en un agujero, con la cabeza fuera, y  apedreada hasta la muerte.
Lapidación.
Sentí que me abandonaban todas mis fuerzas. La pistola semiautomática de 9 mm que colgaba de mi cinturón se podía considerar un juguete inútil frente a aquella partida de hombres armados con fusiles de asalto Kalashnikov.
De un momento a otro empezaría a soplar de nuevo el Gasmir, el viento de los ciento veinte días, y los gritos de la muchacha quedarían enmudecidos entre los rugidos de aquellos bárbaros y el aliento de los demonios del desierto.

-    Está bien Zandrak. Sea como tú dispongas. Pero con dos condiciones.
-    Habla.
-    En primer lugar: no me acostaré con la muchacha delante de ti y de tu tropa. Lo haré dentro de mi tienda.
-    Hay tan pocas diversiones aquí, tan pocos, cómo decir, shows. Y tú nos quieres privar de uno. Nunca comprenderé por qué sois tan reservados los occidentales. Demasiado delicados. Así no ganareis la guerra.
-    Bueno, qué decides.
-    De acuerdo –accedió a regañadientes–. Pero ni se te pase por la imaginación que vas engañarme. Enviaré a una vieja para que compruebe que has cumplido con tu cometido. Y si no está claro por completo…–hizo un ademán con la mano de rebanar la garganta–. ¿Qué más quieres?
-    Regálame a la chica. Cuando me marche dentro de tres días, que se venga conmigo.
-    Vaya. Primero tantos remilgos para poseerla y ahora te encaprichas de ella. ¿Lo haces para llevarme la contraria? No, mejor no contestes, español. En fin, qué más da. Es basura, puedes quedártela.

 Condujeron a Dhara a mi tienda y, sin miramientos, la tiraron al suelo. Le arrancaron el burka negro, raido y manchado de polvo, dejándola desnuda. La chica tenía un cuerpo delgado y largo y su mirada revelaba más odio y repugnancia que terror. Al menos, no presentaba signos de haber sufrido violencia física hasta el momento.
-    Toma, español. Esa es tuya toda–dijo uno de los guardianes en un pésimo inglés, al tiempo que hacía gestos obscenos con las manos.
-    Fuera. Largo –vociferé en farsi.
De inmediato, tomé una manta de mi equipo y cubrí con ella a la muchacha.
-    Escucha –dije despacio–, voy a hablarte en inglés. Sé que entiendes muchas palabras. No tengas miedo. Tenemos que marcharnos de aquí. Vamos a marcharnos de aquí. Los dos. Vivos. Pero, antes. Pero, antes…
“Dios Mío, ¿cómo voy a lograr explicárselo a la chica?”
Dhara fijó sus ojos en los míos. En la profundidad de aquella mirada brotaba el resplandor de una férrea determinación por vivir.


Dejó caer la manta hasta la cintura y se abrazó a mí. Su rostro estaba ahora pegado a mi cuello y sentía la humedad de sus lágrimas contra mi piel.
-    ¿Sabes lo que tenemos que hacer, Dhara? ¿Lo sabes? Si no lo hacemos, te matarán.
La muchacha asintió con la cabeza y se tumbó de espaldas arrastrándome hacia ella.
Una náusea circuló por mis entrañas hasta detenerse en la boca con un regusto agrio.
Con toda la ternura de la que era posible, aparté algunos mechones apelmazados y cubiertos con barro de su rostro.
Y traté de pensar en Rachel. En el tiempo que habíamos compartido juntos como un sueño. En las noches en que nos habíamos amado.
“Rachel”
-    Dhara.
“Te quiero tanto, Rachel”
-    Perdóname, Dhara. Perdóname, cariño.



Tuve que pasar dos inacabables días más en el campamento del Señor de la Guerra. Durante ese tiempo, Dhara no salió de mi tienda. Procuré que se alimentara bien, que descansara y que recuperase fuerzas antes de marcharnos. Los muyahidines se figuraban que utilizaba a Dhara como esclava de mis caprichos y tenía que soportar a menudo  sus muecas groseras. 
La noche antes de salir no cesaba de dar vueltas al presentimiento de que Zandrak tuviera planeado tendernos una trampa. Se suponía que, siguiendo los protocolos acordados con los representantes de la ISAF, los hombres de Zandrak nos darían cobertura hasta alcanzar la parte más segura de la ruta Lithium. Pero cualquier accidente era posible. 
La ruta Lithium  comunicaba Qala-e-Now, centro de las tropas españolas de la ISAF, y Bala Murghab, controlado por los talibanes. Aunque las fuerzas aliadas se esforzaban en dar seguridad a la circulación, con demasiada frecuencia los vehículos y los convoy sufrían el hostigamiento de incursiones talibanes. Para Zandrak no resultaría en absoluto problemático acabar con nuestras vidas y fingir que el suceso era causado por un ataque de la insurgencia.
 Mi idea era salir al amanecer: la carretera era demasiado tortuosa y accidentada como para emprender camino sin la luz del día. Me puse a revisar el vehículo, cuando, desbordado por la impaciencia, decidí dirigirme a la tienda del Señor de la Guerra.

-    Considéralo un presente con mis mejores votos para tu prosperidad y éxito en el combate –le dije a Zandrak mientras le ofrecía mi reloj, un magnífico Omega Seamaster Quartz –. Sabía que te iba a agradar tener un reloj como este. Es auténtico, suizo, no una de esas imitaciones de diez dólares que abundan por aquí más que las moscas. Además, esto no es más que un pequeño gesto para agradecer que me entregases a Dhara. Mi dicha sería ya completa si dieses tu bendición para nuestra marcha.

 Sandrak me recorrió con una mirada sesgada, apuró de un trago una taza de té oscuro y se golpeó en el muslo con la palma de la mano.


-    Eres listo, español. Nuestras costumbres me obligan a corresponderte. Márchate con esa criatura del diablo si es tu deseo. Tienes mi palabra de que nadie impedirá tu partida y de que te daré protección hasta la zona transitada de la ruta Lithium.
-    Gracias, Zandrak.
-    Podrías haberme regalado esa daga, es más común en este país –observó el Señor de la Guerra señalando un chaku, un cuchillo de guerra afgano, que pendía de un lado de mi cinturón.
-    Por eso, porque es más común en Afganistán. Sin embargo, el reloj es un regalo más especial. Por otra parte, la daga es a su vez un regalo muy personal que recibí de un hombre religioso, sería ofender su recuerdo el que yo te la ofreciese ahora.
-    Tienes mucha…, eres muy talkative, muy locuaz, español. Pero yo de ti, vigilaría bien dónde dejo esa daga; no me fiaría de que la chica intentase rebanarme el cuello durante el viaje.
  Aquel pensamiento debió parecerle muy gracioso y soltó una estrepitosa carcajada.

-    Gracias por el consejo. Tendré cuidado.
-    Y otra cosa.
-    Tú dirás.
-    Comunica a tus jefes que la próxima vez manden a otro oficial. No quiero volver a verte por aquí… o ya no saldrás con vida. 

 En el rostro de Zandrak había desaparecido cualquier expresión divertida. Hablaba por completo en serio.






A las tres de la mañana de un sábado cuatro años después, en Madrid, El Kraken estaba lleno hasta el palo de la bandera. El DJ había dejado por fin de castigar mis tímpanos con música trance, al más puro estilo de Ibiza, para meter una versión house, muy bailable, de "Du du", un éxito del cantante turco Tarkan.
-     Chicas, me voy –dije alzando la voz cuanto pude para que me escucharan Chusa y Elena. Eran dos amigas de toda la vida, las dos ya divorciadas e intentando revivir tiempos pasados; un ciclo que hoy día era muy corriente de encontrar.
-    ¿Dónde vas tan temprano, brother? –me espetó Chusa. Llevaba un vestido corto con unas medias de malla negras y parecía empeñada en volver a los veinte años.
-    ¿Dónde voy a ir?  A dormir.
-    ¿Solo?
-    Es como mejor se duerme, ¿no? Además como tú no me haces ni caso… –piropeé, sabiendo que a Chusa le gustaba que le dijese ese tipo de tonterías.
-    Oye, JM, un día de estos te voy a soltar que me lleves a tu casa para echar un polvo y te vas a quedar más cortado que un solomillo.
-    Menos lobos, Caperucita, que ya nos conocemos.
-    Era una broma.
-    Vale. Me voy.
-    No era una broma, JM.
-    Para ya, Chusa, que me estás mareando.
-    Oye, en serio, la peña se marcha ahora a “La Rueca”; ¿por qué no te vienes?, joder. No te encierres como un cuervo en tu casa.
-    Como un cuervo… Anda que me estás vistiendo de limpio esta noche. En La Rueca no paran de poner salsa, Chusa, y ya sabes que yo no bailo salsa.
-    Pues con Rachel bien que bailabas lo que te echaran. Ya es hora de que lleves una vida normalita, si no te importa que te lo diga.

- Me importa.

- Tú mismo. Perdona que te lo haya dicho.
- No pasa nada. Me voy. Venga, un beso. Nos vemos. 


En cuanto abrí la cerradura y entré en el interior de mi piso, supe que no estaba sólo. No me preguntéis cómo, lo sabía y punto. Aquel piso era un universo ordenado: los libros en su sitio, la oscuridad en su sitio, los fantasmas en su sitio. Pero quien había roto esa armonía no era un espectro, era un ser humano y un potencial atacante. Eso me soplaba mi instinto.
Me lancé de un salto hacia la estantería y con un sola acción saqué un grueso libro –The Works of Shakespeare–, lo abrí y extraje de su interior hueco un revólver corto, un Smith and Wesson de calibre 38.
Algo detrás de mí se desplazó con rapidez hacia el centro del salón, como la sombra de un pájaro en vuelo.

-    Hola, español. Ten cuidado con eso.

“Español”.  Zandrak , el Señor de la Guerra, y sus hombres se dirigían a mí de ese modo.

Y también Dhara me había llamado así.
-    ¿Dhara? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has entrado?
-    Deberías cambiar de cerradura. Esa que tienes no vale nada. Lo siento, no dispongo de mucho tiempo y tenía que verte; así que decidí hacerte esta visita. Supongo que no te habrás molestado porque no te esperase en el pasillo.

En un instante, regresé al pasado, cuatro años atrás, a las cercanías de Qala-e-Now, en el campamento de los muyahidines. Dhara estaba muy cambiada. Era toda una mujer, fuerte, hermosa, de mirada segura.
-    Estás muy cambiada Dhara.

Nada permanecía en la voz y en la mirada de Dhara que me recordase a la chica afgana de cuatro años atrás. Muy al contrario, me sacudió la sensación de estar siendo calibrado por un depredador antes de lanzarse al ataque.
Aquellos tonos dulces e ingenuos de sus ojos se habían disuelto en la oscuridad de un cielo a punto de descargar la tormenta. 

-    Sí, español. He cambiado. Gracias a ti –respondió.
Accioné a tientas el interruptor de una lámpara de mesa. Las pupilas de Dhara se contrajeron con la luz y recuperaron en parte el brillo suave y cálido que yo había conocido.
-    Cuando conseguimos huir del campamento de Zandrak –recordé–, alcanzamos la frontera con Irán y yo te dejé allí. Me dijiste que tenías familia en un poblado próximo.
-    Es cierto. Me diste agua, provisiones y me regalaste tu daga.
-    ¿Qué ocurrió después? ¿Pudiste encontrar a tus familiares?
-    Oh, sí, pero no me recibieron con entusiasmo, ni mucho menos. De entrada, me culparon de las matanzas que Zandrak había llevado a cabo en los poblados afganos que estaban en el borde de la frontera. Y también de que sus hombres terminaran de una forma cruel con la vida de mi madre. Sentí que de nuevo mi vida estaba en peligro y tuve que escapar. Esta vez sola.
-    Lo siento.
-    No. Fue lo mejor que pudo sucederme. Me topé con una patrulla norteamericana, me llevaron a su base, me dieron refugio y poco tiempo después me contrataron como intérprete.
-    Eso es magnífico. Fue una suerte que te encontrases con ellos. Mi idea en principio fue llevarte a una base de la ISAF, pero tú estabas obstinada en ir a ver a tus familiares de Irán.
-    Sí, tienes razón; no lo he olvidado. No fue culpa tuya.
-    ¿Qué ocurrió después Dhara? ¿Dónde estás viviendo ahora?
-    He vuelto al desierto. Los americanos me instruyeron bien y ahora hago trabajos de inteligencia para ellos.
-    ¿Inteligencia? ¿Quieres decir espionaje?
-    Oh, sí. Información. Me tiño el pelo y me coloco unas lentillas oscuras… o simplemente me pongo un burka y me convierto en nadie, ya sabes. Luego, recojo un poco de información de aquí o de allá o hago otro tipo de trabajo.
-    Prefiero no pensar en ello. Prefiero no pensar en que arriesgas de ese modo tu vida. Si los talibanes te capturan…
-    Los americanos me han entrenado a conciencia. Y  yo he sido buena alumna. Tanto, que una de las cosas que pude hacer fue infiltrarme en el campamento de nuestro viejo amigo Zandrak.
-    ¿Te ordenaron que fueras allí? Eso era todavía más peligroso que merodear cerca de los talibanes.
-    No, no, por supuesto. Al Señor de la Guerra se le consideraba todavía un aliado. Fue un trabajo que arreglé yo sola, los americanos no supieron nada.  Una liquidación de cuentas, si queremos llamarlo así. Me introduje en su tienda por la noche y lo asesiné como ejecutaban los antiguos guerreros afganos a sus enemigos más odiados.
-    ¿Quieres decir degollarlo y mutilarlo? –inquirí con aprensión.
-    Exacto. Rajé la garganta de Zandrak para que no gritara, y cuando se ahogó en su propia sangre, amputé sus genitales y se los introduje en la boca. 




Un sudor helado como la bocanada de una tumba se quedó pegado a mi nuca. ¿En qué habían convertido a aquella niña tierna y desvalida? Era una asesina. Un ser que vivía en los límites de la vida y de la muerte; sobreviviendo y matando con frialdad.
¿Habría podido yo evitar su vejación y una muerte segura de otro modo? Con sinceridad, creía que no, que nunca tuve otra opción. Pero no debí consentir dejarla sola en aquel trozo del desierto próximo a la frontera, por mucho que ella me insistiera en ello. Eso hacía que me sintiera ahora responsable de verla convertida en un sicario.
Deposité el revólver en una mesa del salón y apoyé  la mano en el brazo de un sofá.
Ella dio un par de pasos hacia mí, desanudó de su cuello un pañuelo de gasa blanco y se despojó de la chaqueta de cuero oscuro que llevaba encima. Sobre una ceñida camiseta apareció colgando del cuello un chaku –una daga de hoja curva– en su funda de piel. Con lentitud, extrajo la daga de su funda  y la extendió hacia mí. 


Hay un límite al que poco a poco te empuja el dolor de la ausencia, el recuerdo de los errores mordiendo como bestias heridas y el vacio amargo de cada despertar.
Un día cualquiera, algo regresa del pasado: espectros con labios abiertos o seres vivos con cuentas pendientes. Y el límite se traspasa. Y uno tiene la perfecta revelación de que hace tiempo que ya no debería existir, de que nada de lo que cree estar viviendo ahora importa en realidad.
Me quité la camisa y me senté en el suelo con las piernas cruzadas y el pecho desnudo. Había decidió entregar mi destino a Dhara y quería que ella fuera plenamente consciente de mi actitud.

-    Hay mucho odio y amargura en tu corazón, Dhara. Quizás pienses que yo soy también parte de ese pasado del que tienes que vengarte. Haz lo que creas que debes hacer. Yo nunca intentaré hacerte daño. No tuve más remedio que consumar aquello contigo o hubieras terminado de una forma horrible.


Dhara continuó acercando la mano con el arma mientras me miraba como el que se esfuerza en ver entre tinieblas. Al llegar al sitio donde estaba sentado, se inclinó hacia mí y su cabello, trigueño por la exposición al sol del desierto, acarició mi frente.
La afilada hoja que sujetaba su mano se detuvo a escasos milímetros de mi garganta, firme, sin el más ligero temblor. Hizo girar el cuchillo con un rápido movimiento de muñeca, de modo que el extremo punzante apuntó hacia ella,  ofreciéndome la empuñadura.




-    Lo sé, español. Sé que estoy viva gracias a ti. Toma, te devuelvo la daga que me diste cuando nos despedimos. Ya no la necesito.


 Recogí el cuchillo y lo deposité a mi lado. Dhara se arrodilló frente a mí, colocándose a mi altura, pasó sus dedos crispados por mis sienes y me abrazó con fuerza, casi con violencia.


-    No sabes cómo he pensado en aquel día en que me tomaste –musitó con un tono de voz que me sonó como un lamento–. En nuestros cuerpos unidos sobre el  suelo de tierra, en el olor a sudor de nuestra piel, en la humillación a que nos obligaron.
-    Yo tampoco he logrado olvidarlo ni un solo día. No he dejado de sentirme culpable y de rogar porque te encontraras a salvo y llegara el instante en que pudieras comprenderlo y perdonarme.
-    Desde entonces se creó un vínculo entre nosotros que no cesa de atormentarnos. Y sólo hay una manera de liberarse de esa sensación de vergüenza, de haber cedido a la degradación a que nos obligaron nuestros guardianes.
-    ¿Qué manera? ¿A qué te refieres?
-    Hagamos el amor. Como dos seres humanos libres. Así, en el futuro,  llevaremos paz a los recuerdos que nos han unido todo este tiempo.
-    No puedo, Dhara. No me siento capaz de hacerlo.
-    ¿Qué ocurre? ¿No te gusto? Seguro que han pasado otras mujeres por tu vida.
-    No es eso. Eres preciosa, una mujer muy bella. Volverías loco a cualquier hombre. Y sí, han pasado muchas mujeres por mi vida; pero también hubo y hay todavía momentos en que no puedo estar con ninguna.
-    Sé lo que le sucedió a la mujer que amabas. Tú dices que mi corazón está lleno de odio, pero el tuyo es un puro abismo de negrura. Por el bien de los dos, hagámoslo. Luego me iré y, quizás, ya no vuelvas a saber de mí. Quizás cualquier día de estos me maten al fin; parece un destino que no puedo eludir: el de una muerte violenta. Es lo que merezco.
-    No digas eso, no digas eso. No hables de ese modo, Dhara. No es lo que mereces. Has sufrido desde tú nacimiento, tú no has podido elegir cambiar de vida. Pero ahora puedes hacerlo; márchate a un lugar donde no te encuentre nadie. Yo puedo ayudarte a escapar y a encontrar un refugio seguro.
-    Gracias, pero ya es tarde para cambiar nada. Lo único que quiero de ti es que me hagas el amor. No puedes negármelo.
-    Dhara, aunque lo desease, me resultaría imposible. No puedo evitar seguir mirándote como aquella niña…




Sin pronunciar una palabra, Dhara deshizo su abrazo, se apartó de mí y se puso de pie. En la hondura del silencio, se fue desprendiendo con movimientos rápidos de toda su ropa hasta quedarse  desnuda.  Recogió el pañuelo de gasa blanco y tras sujetarlo a la cintura balanceó con sensualidad las caderas emulando una especie de danza tribal. Aquellos gestos avivaron dentro de mí algo que percibía como una llamada sexual primitiva, algo que enlazaba con la memoria animal que anida en el cerebro humano.
-    ¿Todavía piensas que soy aquella niña? –me preguntó en tono provocativo.

Conduje a Dhara de la mano hasta mi dormitorio tal y como lo habría hecho guiándola hacia un refugio en la noche del desierto. Flotando en la oscuridad de la habitación –sólo visibles para mí–,  los ojos del espectro de la mujer que había amado con el nombre de Rachel relumbraron con el estertor de una estrella que se extingue en el infinito. En su mirada latía la extrañeza de aquellos que se extravían en las minas de la muerte. La llamé en silencio. De repente sus ojos dejaron de ser nubes rojizas y me contemplaron irradiando compasión. Ternura. Perdón.
Entonces, la visión de Rachel se disolvió.
Y volqué mi cuerpo, mi alma liberada, el peso de mis sentidos, sobre la desnudez de la afgana.




Terminé de escribir La Afgana en La Manga, la noche del 1 de Mayo de 2010. DJ Tarkan sonando. El sabor de un Stolichnaya helado en mis labios.  Otros recuerdos en mis labios, también.