Mi capa se hallaba abandonada sobre el suelo de mármoles toscanos junto a un gigantesco lienzo que representaba a una encolerizada y seductora Megera, una de las Euménides o Furias de la mitología griega, diosa infernal que castigaba los delitos de infidelidad. Desde la estancia en que me encontraba, construida en lo alto de una torre, podía contemplar la Piazza della Signoria donde Savonarola había sido ahorcado y quemado hacía dos décadas. A partir de entonces, la intolerancia religiosa que alcanzaría el apogeo del histerismo colectivo con la quema de objetos de arte y libros no piadosos en la Hoguera de las Vanidades había ido remitiendo. Paulatinamente, el arte volvía a iluminarse con motivos paganos y sensuales, aunque sin recobrar la voluptuosidad de las formas y la exaltación de la belleza del cuerpo humano que había florecido con el Renacimiento.
- Te amo
- Yo también –mentí.
Sus labios gordezuelos, frescos, húmedos, desbrozaban una sonrisa de inocente satisfacción. La luz sulfúrea de un candelabro bañaba con un tinte dorado la hermosura de su cuerpo. Aflojé la tensión de mis brazos sobre el lecho y me tendí de nuevo sobre ella para empaparme con el jugo de la pasión.
Entonces la vi.
O, más bien, adiviné el reflejo de la luz sobre el stiletto, una daga florentina de hoja alargada y estrecha, casi cilíndrica, capaz de perforar la armadura de un caballero.
También era hermosa. Y letal.
Me aparté con un impulso involuntario y violento rodando al lado de la cama y el filo asesino abrió una herida como una delgada lengua de fuego en el cuello de mi amante.
No conocía al hombre que empuñaba el arma, de tez cérea y plagada de cicatrices de viruela, pecho abombado y brazos con el espesor de un tronco. ¿Era el marido? ¿Un sicario? ¿Algún enemigo ignorado? Poco importaba. Lo crítico era que se movía con la velocidad de un rayo y con la furia de un demente. Antes de que pudiera levantarme, había hundido la daga manchada con la sangre de mi amante en mi pecho hasta la empuñadora de marfil.
Cuando recuperé la visión, me deslizaba entre el óleo de una oscuridad omnipresente y espantosa.
Una figura femenina que se movía como si estuviera hecha de agua negruzca alzaba un candil que emitía una luz exangüe.
- ¿Dónde estoy? –inquirí, atemorizado.
- Lo comprenderás mejor si te contesto cómo estás: muerto.
¿Estaría soñando? Aún recordaba con dolorosa lucidez el ardor de la punta de la daga penetrando en mi corazón.
- Sé lo que estás pensando y tu reflexión es superflua: también hay sueños de los que no se escapa jamás. Mis dominios abarcan la vigilia y el sueño, nadie puede huir de mí.
- ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué pretendes hacer conmigo?
- Deberías permanecer para siempre en este lecho oscuro. No dudaste en sacrificar la vida de la mujer que te amaba para intentar salvarte. Vano intento, por cierto –añadió con una siniestra risotada.
- ¡Pero fue un acto instintivo! No pensaba más que…
- Nunca has pensado más que en ti.
Por encima de nosotros, desde un cielo bajo y cavernoso, se formaban gotas que poco a poco iban engrosándose hasta quedar suspendidas de un largo pedículo.
- ¿Ves aquellas gotas? –continuó impasible– Son existencias que han de devolver su energía a la corriente primordial. Todas esas gotas, todas esas vidas, son iguales para mí. Es una cosecha incesante que hay que recolectar. Ese es mi trabajo. Después de milenios de vuestro cómputo, estoy cansada, necesito, digámoslo así, un poco de compañía. Tú serás mi ayudante durante el tiempo que desee... Luego, quizás, sólo quizás, tendrás una oportunidad de liberarte de la oscuridad perpetua de la tumba.
- ¿Puedo saber cómo te haces llamar? –rogué, aceptando mi destino.
- No tengo nombre, pero puedes llamarme Muerte.
A través de lapsos inmensurables recorrí prendido del manto de la Muerte ciénagas de lágrimas, de dolor, de desolación y desesperanza. Traspasé cuerpos ataviados con lujo y cuerpos desnudos, carnes en el esplendor de la juventud y carnes cuarteadas como barro seco. Me infiltré en las heridas supuradas, en los labios crispados como sarmientos, en ojos claros y atónitos, en ojos opacos como piedras. Recorrí vientos de tortura, hospitales donde la sangre airea, ciudades barridas por la peste y los fantasmales campos después de una batalla.
Pregunté en una ocasión el nombre del lugar donde morábamos.
- ¿Quieres un nombre sencillo? –repuso la Muerte–. No lo hay. Es el océano donde transitan las olas que entregan la sustancia de los cuerpos abiertos a la nada, donde se hunden los deseos como losas heladas. Prefiero pensar en este paraje como en la antesala del octavo día.
- Pero –objeté–, para los cristianos, el octavo día es la luz eterna, un estado más allá del tiempo de los mortales, el tiempo de Cristo resucitado.
- Ni siquiera yo sé qué hay después. Esto es sólo un paso. Aquí no hay luz ni medida del tiempo.
En el laberinto de ese tiempo sin tiempo, extraviado entre los tránsitos de dos mundos, desemboqué en el borde de un túnel, por fin al alcance de la barrera que me vedaba la luz y el calor que latían con el fluido de la vida. Me arrastré con fatiga a través del fango pútrido del túnel, mi mano hurgando en la invisible puerta que me separaba de la bendita humanidad.
Entonces la Muerte me sorprendió. Sus brazos me rodearon erizados de témpanos y me taladró un dolor insoportable.
- ¿Quieres volver a la vida? –preguntó con sarcasmo. Su cáustica voz no provenía de ninguna parte–. Me has servido bien. Tu compañía ha mitigado mi penumbra en este reino abominado y solitario. Ahora, volverás a caer en un sueño que te transportará fuera de aquí y al despertar tendrás la oportunidad que te ofrecí.
De nuevo navegué en el esqueleto de la oscuridad. Mientras la Muerte me escupía del abismo de su boca, distinguí el resplandor de una cúpula dorada y mis tímpanos reverberaron con los ecos fragmentados de un coro:
“Kyrie… eleison” – “Señor…ten piedad”
Y entonces volví a la vida que tanto anhelaba. Era otro tiempo, dos siglos más tarde, otro amor prohibido, pero, tal vez, las mismas circunstancias... y mi oportunidad de ser redimido.
Al cruzar el umbral, me detuve bajo el peso de un presagio ominoso mientras contemplaba el aposento en silencio, repasando cada detalle de aquel santuario exclusivo e íntimo de la Marquesa como si representara la última vez que mis pies se adentraban en él. Las anchas ventanas geminadas en lo alto de los muros estaban protegidas con espesos vidrios de color ámbar, pero era una mañana de invierno luminosa y los rayos del sol conseguían infiltrarse en el interior proporcionando suficiente claridad. Una lámpara de cristal con numerosos brazos pendía de un largo cable y, en ella, simbólicamente, sólo se hallaban encendidas dos velas. Con todo, una atmósfera tenebrosa se escurría en mi interior, sin que la vista del techo octogonal ornamentado con frescos de flores y aves insólitas mitigara esa sensación. Ni tampoco la presencia de la Marquesa, que permanecía en el centro de la estancia con mirada intranquila, percibiendo mi desazón.
A despecho de las últimas influencias españolas y francesas, la Marquesa no iba ataviada con esas indumentarias que ensanchaban las faldas mediante arneses. Por el contrario, vestía un austero atavío de seda negro sin brocados que dejaba los hombros desnudos y marcaba un sencillo escote. El arreglo de su cabello, también en rebeldía con la moda, dejaba descender sin trabas sus dorados bucles entretejidos con hebras de color rubí. Ceñía su cuello una fascinante joya: una gargantilla con encaje en plata rematada por un diamante y una mariposa negra de azabache.
- Permesso –pronuncié de forma mecánica al tiempo que me introducía en la habitación.
- No te quedes ahí. ¿Por qué tus ojos no se alegran al verme? –me preguntó con una media sonrisa que desveló dos tenues hoyuelos en las mejillas de su rostro ovalado.
- Temo por vos, Marchesa –respondí–. Yo soy un simple oficial al servicio del Gran Duque, pero vos sois una Médici. Vuestra posición en la familia es elevada, tanto que obstaculizáis los planes de vuestros adversarios políticos para controlar el Gran Ducado. Si nuestra relación llegara a conocerse, algunos podrían aprovecharlo para desacreditaros o incluso para intentar eliminaros.
- Jaime, te lo ruego, olvida el tratamiento y sosiégate. Aquí, en mis estancias privadas, estamos a salvo de cualquier intromisión. Ven, quiero que me des tu opinión sobre esta fragancia que yo misma he creado.
- Pero, Claudia, quizás sería prudente mantenernos alejados hasta que se tranquilice la situación política… o hasta que encontremos un lugar más seguro.
Haciendo caso omiso de mis palabras, tomó un pequeño frasco de cristal, lo inclinó levemente y lo puso de nuevo en posición vertical. Retirando el tapón en forma de flor de lis, extendió una gota de perfume sobre la piel de su garganta.
No era ningún secreto en toda Florencia que la Marchesa era una iniciada en los misterios de la alquimia y entre el vulgo se la denominaba, en voz baja, la Notte, la Noche. Se decía que el enigmático Conde de Saint-Germain en persona la había instruido en aquellas artes esotéricas. El Conde, además de versado en artes y filosofías antiguas, era experto joyero, músico y pintor. Durante su infancia fue acogido por la familia Médici y, de hecho, la Marquesa poseía una de las muestras de agradecimiento con las que más tarde había correspondido el Conde: una singular caja de música.
Por supuesto, las aficiones de la Marchesa eran aprovechadas por sus enemigos para extender infamias y menoscabar ante el pueblo sus potenciales derechos en el Gran Ducado. ¡Entre mis propios soldados se rumoreaba que aquella misteriosa mujer era poseída por accesos de licantropía en las noches de luna llena! Por fortuna, la época del fanatismo religioso había concluido. Hacía más de dos siglos que Savonarola había sido ejecutado y un siglo desde que Galileo fuese condenado a prisión domiciliaria por la Inquisición hasta su muerte, ambos en la misma ciudad donde nos hallábamos. Por otra parte, la Marquesa enmascaraba sus habilidades elaborando nuevas esencias cuyas fórmulas entregaba a la Fonderia di Sua Alteza Reale, el laboratorio farmacéutico y de perfumería creado por los frailes dominicos que gozaba del reconocimiento del Gran Duque. Pero aún así, seguía siendo una actividad peligrosa. Muy peligrosa. Y, para colmo, tenía un amante español, un militar descendiente de una familia noble pero sin título: Jaime Manuel de Olano.
- Acércate más, Jaime –instó ante mi indecisión mientras sus ojos azules adquirían un tono turbio y brillante–. ¡Vamos, Capitán! Antes de estar al mando de la seguridad de los Uffizi has sido mercenario muchos años. Has recorrido tierras muy lejanas, estoy convencida de que has tenido la oportunidad de apreciar toda clase de aromas… y de mujeres.
- Vos…, tú, Claudia, bien sabes que eres la única mujer en mi corazón, ahora, en el pasado y para toda la eternidad.
- Entonces, abrázame.
- Todavía no sé por qué el Gran Duque me escogió para el cargo…
- Oh, ya sabes que aquí tenemos la costumbre de entregar los mandos militares a extranjeros. Alguien se fijaría en tus cualidades…
- Alguien… que me permitió conocerte.
- El destino –determinó la Marquesa con fingida inocencia.
- ¡El destino! Lo que ahora me preocupa son los riesgos que puedes sufrir a causa mía.
- Amore, no seas… esagerato. Tu trabajo te hace ver conjuras en todos sitios. Abandona ya tus preocupaciones y ven a mi lado antes de que se evapore toda la esencia.
Me acerqué, al principio remiso y luego incapaz de luchar más contra mi deseo de entregarme. Rodeé pausadamente su talle con mis brazos y ella cubrió mis manos con las suyas por detrás. Me incliné para unir mi rostro al suyo y aspiré la fragancia.
- Es un olor suave, delicado, a violetas frescas –murmuré con voz entrecortada.
Proseguí rozando su cuello con mis labios, bebiendo con ansia la luz nívea de su piel hasta el altar de su pecho.
- ¡Oh, te quiero, Jaime, te quiero! –susurró, estremeciéndose.
- Yo también te quiero, amada mía, mi cielo, mi universo…
Inmerso en la marea de nuestro amor, vislumbré de reojo una sombra reflejada en el cristal del frasco de perfume que estaba depositado en un mueble contiguo. Giré la cabeza y descubrí a un personaje con vestimenta negra que ocultaba su rostro con una capucha y una maschera bauta, una máscara de Carnaval blanca y angulosa como una calavera. Avanzó un paso en silencio mientras extraía un objeto plateado de los pliegues de su ropaje: una impresionante pistola de tres cañones fabricada por Lorenzini para los Médici. Frío, imperturbable, el intruso empuñó el arma y apuntó a la cabeza de la Marquesa. Un tirador experto, sin duda.
Con celeridad infundida por el pánico, me desplacé sin soltar a Claudia, cubriendo su cuerpo con el mío.
La bala atravesó mi espalda entre los omóplatos.
- ¡Huye, rápido! –grité mientras me desangraba e intentaba mantenerme de pie para entorpecer la trayectoria de tiro.
Pero Claudia, paralizada, sin pronunciar palabra, me abrazó con fuerza y no se movió.
El asesino equilibró la pistola sin premura, casi con parsimonia, seguro de sí mismo, y efectuó otro disparo.
El impacto del proyectil hizo brotar un capullo mortal en la frente de Claudia, que se desplomó en el acto. Estaba muerta antes de tocar el suelo y yo, agotado el último hálito de vitalidad, me derrumbé a su costado.
El frasco de perfume se había volcado sobre el mueble al caer Claudia y derramaba gotas sobre su frente ensangrentada. El líquido se acumulaba en las comisuras de sus ojos azules, abiertos e inmóviles, hasta deslizarse por sus mejillas como lágrimas de una muerta.
Mi último sentido en apagarse fue el olfato. Hasta el final, me acompañó hacia el límite del vacío una sutil fragancia de violetas.