lunes, 12 de octubre de 2015

PA BAILAR





Estaba de buen humor, aunque llevaba ya varios meses destinado en un puñetero despacho en Madrid, lejos del sabor del mar, lejos de los desiertos, lejos de la acción. Pero a media mañana había tenido una visita sorpresa: Alfonso, un viejo colega de aventuras que ahora estaba en un acuartelamiento de Melilla.

-          ¿Te acuerdas cuando aquel pringao de cabo que estaba con nosotros en Qualinow apareció con una cesta de tortas o panes o lo que fuera aquello. Con el hambre que llevábamos encima.

-          Sí –confirmé-, claro que me acuerdo. Cuando le preguntamos de dónde las había sacado nos contó que las había conseguido gracias a ciertos favores inconfesables.

-          Sí, favores, ja. Pagando con billetes turcos fuera de circulación, una pila que no valía ni para lumbre.

-          Los afganos estarán atrasados pero no son tontos.

-          Y tienes una mala leche que te cagas.

-          Como que tuvimos que salir zumbando para la ruta Lithium, a toda pastilla, colega. Y eso que les ofrecí dólares de verdad, pero es igual, el cabreo no se los quitaba nadie.

-          Qué disparate. Vaya una carrera. Pabernos matao.

Y que ahora pensara en aquella época con nostalgia... Quién lo iba a suponer. En fin, lo dicho, estaba de buen humor y decidí, después de largo tiempo, tomarme un golpe en el Kraken.

Aunque nada más entrar me di cuenta que aquel no era mi Kraken. Como que estaban poniendo salsa, no sé si salsa cubana, salsa colombiana o salsa de tomate, pero aquello me hacía chirriar los tímpanos. Dónde estaba el ritmo de Tiesto o el de los closing party de Sasha. Dudé si salir pitando de inmediato, pero ya que estaba (siempre nos pierde un “ya que”) tomaría un Stolichnaya y me marcharía.

Humm. En lo que era la vieja pista había un grupo interesante bailando. Tres o cuatro chicas, no tan chicas ya, siguiendo esos ritmos a su aire. Y pegado a su lado el típico plasta, un tío con una cabeza como un melón mutante que se movía como una sabandija, intentando amortizar, sin duda, la pasta que había invertido en vaya usted a saber cuántas clases de bailes de salón. No, si la cosa tenía hasta su punto de entretenido. Mientras me apuraba la copa, claro.

Alguien, sin embargo, reclamó mi atención de repente. Entre aquel grupito de bailonas me fijé en otra mujer que no había distinguido antes. Morena, con una mirada misteriosa e intensa, llevaba un vestido ajustado y corto de color negro. Y a mí me pareció que se movía como si toda la noche se hubiera condensado una sensualidad antigua y prohibida y adoptase forma de mujer. Atraído, como un marinero por el canto de las sirenas, me acerqué hacia ella sin pensar en más, mientras sonaba en ese preciso instante una canción de Bajofondo: “Pa’ Bailar”.

“No sé de qué voy a pintarte,

No sé muy bien qué nombre darte”.

-          ¿No bailas? – me espetó una de las chicas del grupo que estaba más cerca.  Sus ojos delataban que ya había sobrepasado la segunda copa. O la tercera.

-          Es que no sé cómo se baila esto.

Ni lo sabía ni me importaba un pimiento. Sólo quería acercarme a aquella extraña mujer. Volví a buscarla entre los otros cuerpos que la tapaban y cuando la descubrí de nuevo me quede paralizado. Su rostro. Su rostro era blanco, no pálido, blanco, pintado como el de un arlequín.

-          Entonces, ¿no bailas? –volvió a insistir aquella pesada.

Irritado por la interrupción estuve a punto de contestarla: “Ya te he dicho que no, que no bailo una mierda.” Pero me contuve pensando que la mujer que me hipnotizaba y que estaba bailando con su grupo sería, lógicamente, una amiga suya.

-          Sí, ahora bailo –conteste al fin, contemporizando-. Pero, quiero preguntarte algo.

-           Vale.

-          Esa chica con vestido negro que está con vosotras cómo se llama.

-          Ninguna de mis amigas ha venido con vestido negro.

-          Pero está con vosotras. Mira.

Allí ya no estaba. Había desaparecido. Fruto de mi imaginación o de los recuerdos que me ataban todavía a ese lugar, a lugares  donde había perseguido el secreto de una pasión desesperada.

-Te estás quedando conmigo, majo. Aquí se viene pa bailar –insistió la pesada.

- Pues baila con el cabeza huevo de los cojones.



Los deseos más oscuros duermen sumergidos bajo una capa frágil en el hielo de lo que creemos olvidado, dispuestos a retornar cuando la vida declina por los caminos grises de la monotonía; dispuestos, cuando ya piensas que es imposible, a  reclamarte una cuenta pendiente.